Los escoleros

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Los escoleros

(José María Arguedas)

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El wikullo es el juego vespertino de los escoleros [escolares] de Ak’ola. Bankucha era el escolero campeón en wikullo. Gordinflón, con aire de hombre grande, serio y bien aprovechado en leer, Bankucha era el “Mak’ta” en la escuela; nosotros a su lado éramos mak’tillos no más, y él nos mandaba.
       Cuando barríamos en faena la escuela, cuando hacíamos el chiquero para el chancho de la maestra, cuando amansábamos burros maltones en el coso del pueblo, y cuando arreglábamos el camino para que viniera al distrito el subprefecto de la provincia, Bankucha nos dirigía.
       En el trabajo del camino, que era trabajo de hombres, los escoleros obedecíamos callados al mak’ta, diciendo en nuestro adentro que ya éramos faeneros, peones ak’olas, mak’tas barreteros; que Bankucha era nuestro capataz, el mayordomo. Nos limpiábamos el sudor con prosa; descansábamos por ratos, poniéndonos las manos a la cintura, como faeneros de verdad; mientras, Bankucha, parado a la cabeza de la cuadrilla, nos miraba con su cara seria, igual que don Jesús, mayordomo de don Ciprián, principal del pueblo. A veces, nos reíamos fuerte mirando al Banku; pero él no, se creía capataz de veras, nos resondraba con voz gruesa y nos hacía callar; sabía mandar el wikullero. Y los escoleros le queríamos, porque todo lo que hacíamos bajo sus órdenes salía bien, porque odiaba y pateaba a los abusivos, y porque tenía unos ojos bien grandes y amistosos. Cuando faltaba a la escuela, hasta los más chicos le extrañaban y decían entristecidos:
       —¡Dónde estarás, Bankuchallaya!

       Un sábado por la tarde, yo y Bankucha nos paramos en una esquina de la plaza para oír el griterío de los chiwacos [tordo, zorzal] que cantaban en los duraznales del cementerio. No había casi gente en el pueblo; todos los comuneros estaban en el trabajo y la mayor parte de los escoleros vivían en los pueblecitos cercanos, en las estancias, y se iban los sábados, tempranito.
       La tarde estaba húmeda y nublada.
       —Bankucha, de poco ya te voy a ganar en wikullo.
       —Eres maula, Juancha.
       —Ahora, badulaque, vamos a probar en Wallpamayu.
       Ak’ola está entre dos riachuelos: Pukamayu y Wallpamayu; los dos llegan hasta la explanada del pueblo, dando saltos desde la cumbre de la cordillera y siguen despeñándose hasta llegar al fondo del río grande, del verdadero río que corre por la base de las montañas. Wallpamayu, en miles de años de trabajo, ha roto la tierra, y corre encajonado en un barranco perpendicular y profundo. A la orilla del barranco los ak’olas plantaron espinos, para defender a los animales y a los muchachos. De trecho en trecho, varias plantas de maguey estiran sus brazos sobre el barranco. Pero desde años antes, los escoleros hicieron varios huecos en el muro de espinos, para pasar a la orilla del barranco y tirar los wikullos al río.
       El wikullo lo hacíamos de las hojas del maguey; eran unos cuadriláteros con mangos, en forma de palmeta. Cada wikullero llevaba amarrado al chumpi o al cinturón un cuchillo hecho de fleje, para cortar el maguey. Bankucha tenía un puñal de verdad con forro de cuero; se lo regaló don Fermín, un borrachito, amiguero de los muchachos.
       —Bankucha, vamos a pelear a iguales. Tú sabes hacer wikullo mejor que yo; si eres legal haz para los dos.
       No me contestó el escolero. Se acercó a un maguey, arrancó una hoja larga y cortó seis estupendos wikullos.
       —Uno para cada —dijo.
       Tomó la delantera y entró, agachándose, por uno de los huecos del cerco de espinos. Detrás del cerco había un espacio como de tres metros.
       El río estaba fangoso, arrastraba ramas de molle y retama, se revolvía entre las grandes piedras y salpicaba muy alto.
       —¡Wallpamayu: algún día te voy a atravesar con mi wikullo, frente a frente! —dijo Bankucha, y miró la otra orilla del barranco.
       —¡Mentira, Wallpamayucha, yo te voy a cruzar antes que el badulaque Banku!
       Levanté mi wikullo, me agaché, encorvando el brazo, hice una flexión rápida, me estiré como un arco, con todas mis fuerzas, y arrojé el wikullo. Recto, de plano, se lanzó silbando, y fue a caer de filo sobre el barranco del frente, a veinte metros del río.
       —¿Kunanri, Kunanri? (¿Y ahora?). ¡Jajayllas!
       Salté a la orilla del precipicio, cerrando el puño; me pareció que ya no podía haber querido en mi vida nada más que eso. ¡Qué alegría! Me daban deseos de patearle al Banku, de pura alegría.
       —¡He tocado el frente, mak’ta! —le grité.
       Banku se asustó un poco, me miró receloso, como resentido.
       —¡Espera, wiksa (barriga), wiksacha!
       Se escupió las manos y levantó su wikullo del suelo. Sabía como nadie; abrió las piernas, se agachó, levantó un poco la cabeza; en lo hondo de sus ojos había rabia. De repente, saltó, y su brazo se estiró como un zurriago bien tirado. El wikullo se perdió en el aire, voló recto; pero en medio del barranco se ladeó, se lanzó oblicuo hacia abajo y se desplazó sobre una piedra.
       —¡Malhaya viento!
       Probó con otro wikullo. Ya no era tiempo, el viento empezó a soplar fuerte, y se llevó el wikullo, lejos, en la misma dirección de la quebrada. Por primera vez vi al Banku en apuros. Cortaba wikullo de cuatro en cuatro, de seis en seis, me amenazaba antes de tirar cada uno.
       —¡Ahora sí! ¡Eres huahua [bebé, niño pequeño] para mí, Juancha!
       Sudaba, cambiaba de posturas, se daba viada de distintas maneras. ¡Y nada! El viento estaba contra él; tiraba al suelo todos sus wikullos y los despedazaba. Me dio pena.
       —Deja, Banku. Yo por casualidad no más he atravesado el barranco, pero tú eres mak’ta, mayordomo, capataz de escoleros. Mañana, seguro, cuando el aire esté parado, vas a tirar hasta la cabeza del barranco. De verdad, Banku.
       El mak’ta me agarró del brazo, señaló con la otra mano el sitio donde cayó mi wikullo.
       —Juancha, desde tiempo has estado alcanzándome, eres buen mak’ta. Si mañana o pasado no te igualo, vas a ser primer wikullero en Ak’ola.
       —Bueno, Banku. Pero tú eres capataz, siempre.
       Oscurecía. Los trigales jugaban con el viento del anochecer; la neblina se había subido muy arriba y cubría el cielo en todo el horizonte; el mundo parecía envuelto en un paño ceniciento, terso y monótono. Los grandes cerros dormitaban en la lejanía.
       Por todos los caminos, los comuneros empezaron a llegar al pueblo; unos tras de sus burros cargados de leña, otros arreando una tropita de ovejas; muchos acompañados por sus vecinos de chacra; sus perros entraban al pueblo a carrera, persiguiéndose, dando saltos de regocijo.
       —Juancha, de ocho años más, nosotros también vamos a venir como los comuneros, con nuestras mujeres por detrás y el chascha [perro pequeño] por delante.
       —Claro, Banku, nosotros somos buenos ak’olas.
       Salimos al camino grande que baja a la pampa de Tullo, a la pampa madre de los ak’olas, donde el maíz crece hasta el tamaño de dos hombres.
       —Le miraremos un rato más al tayta Ak’chi —dijo Banku.
       El tayta Ak’chi es un cerro que levanta su cabeza a dos leguas de Ak’ola; diez leguas, quizá veinte leguas mira el tayta Ak’chi; todo lo que él domina es de su pertenencia, según los comuneros ak’olas. En la noche, dicen, se levanta a recorrer sus tierras, con un cuero de cóndor sobre la cabeza, con chamarra, ojotas y pantalón de vicuña. Muchos arrieros y viajeros cuentan que lo han visto; alto es, dicen, y silencioso; anda con pasos largos, y los riachuelos juntan sus orillas para dejarle pasar. Pero todo eso es mentira. Los pastales, las chacras que mira el tayta Ak’chi, y el tayta también, son pertenencia de don Ciprián, principal del pueblo. Don Ciprián sí, anda de verdad en las noches por las pampas del distrito; anda con su mayordomo, don Jesús y dos o tres peones más; el principal y el mayordomo carabina al hombro y revólver con forro en la cintura; los peones con buenos zurriagos; y así arrean todo el ganado que encuentran en los pastales; a látigos los llevan hasta el corral del patrón y allí los encierran, hasta que mueran de hambre, o los dueños paguen los “daños”, a don Ciprián de quince, diez soles de reintegro, según su voluntad.
       —Tayta Ak’chi es respeto, Juancha.
       Sus ojos miraban al cerro con esa luz enternecedora que tenía siempre; pero ahora su mirar era más serio y humilde.
       —¿Le quieres al Ak’chi, Banku?
       —El tayta Ak’chi es patrón de Ak’ola, cuida a los comuneros, a las vacas, a los becerritos, a todos los animales: todos somos hijos de tayta Ak’chi.
       —¡Mentira! Nadie es padre de los comuneros; nadie, solos como la paja de las punas son. ¿El corazón de quién llora cuando a los comuneros nos desuella don Ciprián con sus mayordomos, con sus capataces?
       —Deja, Bankucha; el tayta Ak’chi es upa, no oye; sonso es como el lorito de las quebradas. Vamos a alcanzar más bien a Teófanes; con la Gringa está subiendo por el camino.
       Se molestó el escolero, pero no le hice caso, y corrí por el callejón a darle alcance a Teófanes. Banku, al poco rato, me siguió saltando por encima de los romazales.
       En la repartición del camino encontramos a Teófanes. Agarrándose del rabo de la Gringa se hacía arrastrar para no cansarse.
       —¡Gringa!
       Salté al cuello de la vaca madre y la abracé con fuerza. Banku llegó después, levantó la cabeza de la Gringa por la quijada y se la puso al hombro.
       —¡Ya, ya carago! —gritó Teófanes.
       La vaca se paró en el camino, resopló fuerte, y empezó a lamerse la nariz; su olor a leche fresca nos enternecía más.
       La Gringa era la mejor vaca del pueblo; el padre de Teófanes, que fue arriero, se la trajo, tiernecita, de la costa; y como tenía algunas chacritas de alfalfa y maíz creció bien cuidadita y gorda; se hizo grande y cuando tuvo su hijo, daba una arroba de leche al día. El padre de Teófanes murió, cuando la Gringa estaba preñada; la viuda no tenía ahora más animales que esa vaca. La llamaron Gringa porque era blanca entera y un poco legañosa; la queríamos los escoleros porque íbamos a jugar todos los días a la casa de Teófanes, donde no había nadie que nos resondrase. La viuda era buena y adoraba a Teófanes; y cada vez, por las mañanas, muchos escoleros forasteros tomaban la leche de la Gringa, y también porque era muy mansa, y en su boca de labios abultados, en sus ojos legañosos y azules, en sus orejas pequeñas, encontrábamos una expresión de bondad que nos desleía el corazón, ¡Gringacha! Lo que es yo la quería como a una madre de verdad.
       —Dejen a la Gringa, me ha jalado toda la cuesta y está de mal humor, se ha cansado bien —dijo Teófanes.
       —¡Maula ak’ola! ¿No tienes alma para subir cuesta con tus pies?
       —¿Acaso cuesta el wikullo?
       Soltamos a la Gringa para hablar mejor con el escolero.
       —Oye, Teófanes, la Gringa está engordando.
       —Es que ahora está comiendo en Pak’cha; allí la alfalfa es más dulce.
       —Cierto, la tierra en Pak’cha es de otro modo, no le iguala ninguna tierra de Ak’ola.
       La Gringa empezó a subir paso a paso la cuesta; hacía un gran esfuerzo con las patas traseras para caminar: su ubre llena se mecía y la arrastraba. Caminamos los tres largo trecho, casi sin conversar; íbamos al pie de la Gringa. Los payk’ales y sunchus que crecían sobre los muros del callejón se mecían con el viento y hacían bulla. Bandadas de palomas y toda clase de aves pasaban velozmente volando muy bajo; se iban a dormir en los bosques del río grande y en los kishuares de Wallpamayu. El cielo estaba completamente negro, por el lado del tayta Ak’chi, y daba miedo.
       —¿Sabes, Banku? Don Ciprián ha ido cuatro veces ya a mi casa para que la viuda le venda nuestra Gringa; mi mamá no ha querido y don Ciprián se ha molestado fuerte. “A buenas o a malas”, ha dicho, y se ha ido ajeando a su casa. Don Jesús también ha visitado de noche a la viuda y le ha estado rogando por la vaca; dice es vergüenza para el patrón que nosotros tengamos el mejor animal del pueblo.
       —¿Y tú qué dices, Teófanes?
       —¡Ja caraya! La Gringa es de mí, de Teofacha. A mí tiene que matar primero don Ciprián para llevarse a la Gringa.
       —A mí también, hermano. Nunca estará la Gringa en el corral del principal.
       —¡“Endios” respetan su palabra, Bankucha! —habló Teófanes.
       Ya estábamos frente al muro de espinos, cerca del pueblo. No hablaba ninguno. En nuestro corazón, de repente, creció la pena; todos mirábamos, callados, a la Gringa. Es que don Ciprián era malo, tenía alma de Satanás y ahora le estaba dando vueltas a la Gringa; y la miraba hambriento, con sus ojos verdes, verdes sucios, como los charcos podridos.
       —Mejor no te acuerdes, Teofacha. Vamos a danzar aquí para la Gringa. En su delante vamos a danzar, como el mak’ta Untu de Puquio.
       —¡Yaque!
       —¡Yaque!
       Hicimos parar a la Gringa, y empezamos a bailar sobre la pampita de romazales. Me sentía ágil, retozón, diestro en el baile indio. Silbábamos la danza del Untu, padre de todos los danzantes de Lucanas; levantábamos en alto la mano derecha, como si lleváramos las tijeras de acero. Y zapateamos, olvidándonos de todo, como tres pichiuchas [gorrión] alegres.
       La Gringa nos miraba curiosa, con sus ojos tranquilos.

       Empezaba una noche de aguacero cuando nos separamos los tres mak’tillos. Las nubes bajaban poco a poco hasta colocarse a la verdadera altura, desde donde sueltan el granizo primero y después la lluvia. El cielo negro, ya casi sin luz, asustaba; en el filo de los cerros lejanos ya empezaba el aguacero, como un tul blanquizco; el viento silbaba, como siempre, antes de la lluvia.
       Las calles estaban sin gente y sin animales; los verracos mostrencos y los perros estarían en sus casas y en la cocina de sus dueños. Gran cantidad de hojas verdes, paja y basura, revoloteaba en el aire; el viento veloz, viento de lluvia, las revolvía y arrastraba hacia el río grande.
       Tenía frío y pena.
       —Don Ciprián va a matar seguro a la Gringa, su alma de diablo se ha encaprichado. Yo, Teofacha, Banku; mak’tillos no más somos; como hormiga negra somos para el patrón, chiquitos, de dos zurriagos ya no hay mak’tillos. Los comuneros son maulas; tantos son, pero le tiemblan al principal; yo no le tiemblo; Teofacha y Banku son valientes, pero falta fuerza, falta tamaño. Don Ciprián es solo no más; en los pueblos grandes sí hay muchos principales, muchos platudos; don Ciprián en Ak’ola es único principal pero no hay hombre para él; por gusto, por ser maulas le temen. ¿Acaso no tiene cuello como don Lucas, como don Kokchi? Cuchillo seguro le entra, wikullo seguro le rompe la cabeza. ¡Juancha, Bankucha; cuesta abajo, desde la cumbre de Piedra Alta, en el camino al río grande! ¡Como sanki [cactus gigante; aquí se refiere a su fruto] arrojado sobre una roca se pegaría en los retamales el seso de don Ciprián, sobre los troncos de molle! ¡Con wikullo de piedra! ¡Jajayllas! ¡Cipriancha, yo no te respeto, yo soy wikullero, hijo de abogado, misti perdido!