El Sexto

Premio "José María Arguedas" [Índice]

El Sexto

(José María Arguedas)

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Fragmento

Nos trasladaron de noche. Pasamos directamente por una puerta, del pabellón de celdas de la Intendencia al patio del Sexto.

Desde lejos pudimos ver, a la luz de los focos eléctricos de la ciudad, la mole de la prisión cuyo fondo apenas iluminado mostraba puentes y muros negros. El patio era inmenso y no tenía luz. A medida que nos aproximábamos, el edificio del Sexto crecía. Íbamos en silencio. Ya a unos veinte pasos empezamos a sentir su fetidez.

Cargábamos nuestras cosas. Y o llevaba un delgado colchón de lana; era de los más afortunados; otros sólo tenían frazadas y periódicos. Marchábamos en fila. Abrieron la reja con gran cuidado, pero la hicieron chirriar siempre, y cayó después un fuerte golpe sobre el acero. El ruido repercutió en el fondo del penal. Inmediatamente se oyó una voz grave que entonó las primeras notas de la "Marsellesa aprista", y luego otra altísima que empezó la "Internacional". Unos segundos después se levantó un coro de hombres que cantaban, compitiendo ambos himnos. Ya podíamos ver las bocas de las celdas y la figura de los puentes. El Sexto, con su tétrico cuerpo estremeciéndose, cantaba, parecía moverse. Nadie en nuestras filas cantó; permanecimos en silencio, escuchando. El hombre que estaba delante de mí lloraba. Me tendió la mano, sosteniendo con dificultad su carga de periódicos a la espalda. Me apretó la mano; vi su rostro embellecido, sin rastros de su dureza habitual. Era un preso aprista que me había odia do sin conocerme y sin haberme hablado nunca. Lo examiné detenidamente, extrañado, casi aturdido. Creí que al oír la "Marsellesa", entonada por esos pestilentes muros, me rechazaría aún más. Sabía que era un hombre del Cuzco, de la misma lengua que yo.

—¡Adiós! —me dijo— ¡Adiós!

Yo me quedé aún más sorprendido.

¿De quién se despidió? Levantó la mano. Y desfilamos hacia el fondo de la prisión, uno a uno. 

Recomenzaron el canto. Me acordé de los gallos de pelea de un famoso galpón limeño. Cantaban toda la noche sin confundirse ni equivocarse jamás. ¿Cómo sabían en que instante le tocaba su turno a cada uno?

Los presos del Sexto también, en sus distantes celdas, seguían las notas de los himnos sin retrasarse o adelantarse, al unísono, como por instinto. Los guardias y "soplones" que nos custodiaron aparentaban calma; nadie sonrió ni maldijo.

Me tocó de compañero de celda, aquella noche, Alejandro Cámac, un carpintero de las minas de Morococha y Cerro, excampesino de Sapallanga.

Prendió una vela en cuanto me echaron a su celda.

Tenía un ojo empequeñecido por la irritación de los párpados. Daba la impresión de ser tuerto. Su ojo izquierdo, que nadaba en lágrimas, parecía inerte.

—¿Quién es Ud. señor? —me preguntó. 

Le dije mi nombre. 

—¡Te conozco! —exclamó—. Han pablado de ti acá. Suerte que haiga sido yo tu compañero para vi vir en el Sexto. ¡Suerte mía! 

—¡Suerte mía! —le dije. 

Era más de la media noche.

Nunca se me cura este ojo —dijo, cuando comprendió que lo observaba. 

Se levantó de la cama, un colchón de paja reforzado con periódicos. Se puso de pie.

—Mataremos los chinches —dijo— aunque son soncitos. Después tenderemos tu cama.

Con la vela empezó a quemar las chinches que estaban atracadas en los poros, celdillas y rajaduras del cemento. Se irguió luego y calentó el muro, para pegar allí la vela. Vi que era alto y flaco; de cabellos erizados y gruesos. Su cuello delgadísimo causaba preocupación, parecía de una paloma.

—¿Por qué no cantaron los que veníamos? —le pregunté.

—¿No sabes? Por lo del Prefecto… Hace como un año mandó sacar a los presos que habían llegado al Sexto; a la noche siguiente los hizo escoger por lista; los hizo formar acá abajo, en el patio, junto a los excusados. Les amarraron las manos atrás. Y los soplones les embarraron la boca con el excremento de los vagos.

¡Por Dios! ¡Es cierto! Él estaba parado cerca de la reja. ¿Usted le ha conocido? Era más flaco que yo, de anteojos, bien alto, medio jorobado. Miró desde lejos el castigo. “¡Qué no se laven, carajo!”, ordenó. “Metán los amarrados a las celdas”. Había creencia de que lo matarían después de eso. Pero dicen que está tranquilo ahora, de patrón de haciendas en el mero norte.

—Sí —le dije—. No se trata de él ¿no es cierto?

—¡Claro, y seguimos cantando! Y todo el mundo cantaremos, cuando el cadáver de ese flaco esté pudriéndose.

Su ojo sano tenía una expresión dulce y penetrante.

—Yo tiendo tu cama, compañero. Hay que saber tomar la dirección del aire que entra por la reja, y del andar de estos chinchecitos. Aunque ahora con el frío están cojudados. 

Tendimos la cama. Me preguntó por muchos de los presos que vinieron conmigo de la Intendencia.

—Ahora sí, aquí nadie sabe cuándo saldrá. De la Intendencia todavía está fácil —dijo, apagó la vela y se recostó.

—Hazte la idea, compañero. Todos tenemos aquí de 20 meses para arriba: ¡Buenas noches!

Al amanecer del día siguiente escuché una armoniosa voz de mujer; cantaba muy cerca de nuestra celda. Me puse de pie.

Cámac sonreía. 

—Es Rosita —me dijo—, es un marica ladrón que vive sola en una celda, frente de nosotros. ¡Es un valiente! Ya la verás. Vive sola. Los asesinos que hay aquí la respetan. Ha cortado fuerte, a muchos. A uno casi lo destripa. Es decidido. Acepta en su cama a los que ella no más escoge. Nunca se mete con asesinos. 

"Puñalada" la ha enamorado, ha padecido. Y a vera; a "Puñalada". Es un negro grandote, con ojos de asno. 

Parece no siente ni rabia ni remordimiento, ni dolor del cuerpo. ¡Verás! Es un amo ahí abajo. Su ojo no parece de gente, demasiado tranquilo. Cuando sufría por "Rosita" pateaba a los pobrecitos vagos; sacaba el látigo por cualquier cosa. Se paseaba como animal intranquilo frente a la reja grande. Él es llamador de los presos. Ya llamará a alguien dentro de un rato. "Rosita" lo tiene todavía en condena, en ascuas. El negro no puede hacerle nada, porque el marica también tiene su banda.

—¿Es él quién canta?

—Él.

—Pero su voz es legítimamente de mujer. 

—Ella es, pues, mujer. El mundo lo ha hecho así. 

Si hubiera nacido en uno de nuestros pueblos de la sierra, su madre le hubiera• acogotado. ¡Eso es maldición allá! Ni uno de ellos crece. En Lima se pavonean. Tendrán, pues, las dos cosas, pero lo que tiene de hombre seguro es mentira; le estorbará. Y aquí canta bonito…