Agua

 Premio "José María Arguedas" [Índice]

Agua

(José María Arguedas)

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Cuando yo y Pantaleoncha llegamos a la plaza, los corredores estaban todavía desiertos, todas las puertas cerradas, las esquinas de don Eustaquio y don Ramón sin gente. El pueblo silencioso, rodeado de cerros inmensos, en esa hora fría de la mañana, parecía triste.
—San Juan se está muriendo —dijo el cornetero—. La plaza es corazón para el pueblo.
Mira nomás nuestra plaza, es peor que puna.
—Pero tu corneta va a llamar gente.
—¡Mentira! Eso no es gente; en Lucanas sí hay gente, más que hormigas. Nos dirigimos como todos los domingos al corredor de la cárcel.
El varayok' había puesto ya la mesa para el repartidor del agua. Esa mesa amarilla era todo lo que existía en la plaza abandonada en medio del corredor, solita, daba la idea de que los saqueadores de San Juan la habían dejado allí por inservible y pesada.
Los pilares que sostenían el techo de las casas estaban unos apuntalados con troncos, otros torcidos y próximos a caerse; sólo los pilares de piedra blanca permanecían rectos y enteros. Los poyos de los corredores, desmoronados por todas partes, derrumbados por techo, con el blanqueo casi completamente borrado, daban pena.
—Agua, niño Ernesto. No hay pues agua. San Juan se va a morir porque don Braulio hace dar agua a unos y a otros los odia.
Pero don Braulio, dice, ha hecho común el agua quitándole a don Sergio, a doña Elisa, a don Pedro.
—Mentira, niño, ahora todo el mes es de don Braulio, los repartidores son asustadizos, le tiemblan a don Braulio. Don Braulio es como el zorro y como perro.
Llegamos a la puerta de la cárcel y nos sentamos en un extremo del corredor.
El sol débil de la mañana reverberaba en la calamina del caserío de Ventanilla, mina de plata abandonada hacía muchos años. En medio del cerro, en la cabecera de una larga lengua de pedregal blanco, el caserío de Ventanilla mostraba su puerta negra, hueca, abierta para siempre. Gran mina antes, ahora servía de casa de cita a los cholos enamorados. En los días calurosos, las vacas entraban a las habitaciones y dormían bajo su sombra. Por la noche, roncaban allí los chanchos cerriles.
Pantacha miró un rato el pedregal blanco de Ventanilla.
—Antes, cuando había minas, sanjuanes eran ricos. Ahora chacras no alcanzan para la gente.
—Chacra hay, Pantacha, agua falta. Pero mejor haz llorar a tu corneta para que venga gente.
 
El cholo se llevó el cuerno a la boca y empezó a tocar una tonada de la hierra.
En el silencio la voz de la corneta sonó fuerte y alegre, se esparció por encima del pueblecito y lo animó. A medida que Pantacha tocaba, San Juan me parecía cada vez más un verdadero pueblo: esperaba que de un momento a otro aparecieran mak'tillos, pasñas1 y comuneros por las cuatro esquinas de la plaza.
Alegremente el sol llegó al tejado de las casitas del pueblo. Las copas altas de los sauces y de los eucaliptos se animaron; el blanqueo de la torre y de la fachada de la iglesia, reflejaron hacia la plaza una luz fuerte y hermosa.
El cielo azul hasta enternecer, las pocas nubes blancas que reposaban casi pegadas al filo de los cerros; los bosques grises de k'erus y k'antus que se tendían sobre los falderíos, el silencio de todas partes, la cara triste de Pantaleoncha, produjeron en mi ánimo una de esas penas dulces que frecuentemente se sienten bajo el cielo de la sierra.
—Otra tonada, Pantacha; para su San Juan.
—Pobre llak'ta (pueblo).
Como todos los domingos, al oír la tocada del cholo, la gente empezó a llegar a la plaza. Primero vinieron los escoleros (escolares): Vitucha, José, Bernaco, Froylán, Ramoncha… Entraban por las esquinas, algunos por la puerta del coso. Al vernos en el corredor se lanzaban a carrera.
—¡Pantacha, mak'ta Pantacha!
—¡Niño Ernesto!
Todos nos rodearon; de sus caritas rebosaba la alegría; al oír tocar a Pantacha se regocijaban; en todos ellos se notaba el deseo de bailar la hierra.
La tonada del cornetero nos recordaba las fiestas grandes del año; la cosecha de maíz en las pampas de Utek' y de Yanas; el escarbe de papa en Tile. Papachacra, K'ollpapampa. La hierra de las vacas en las punas. Me parecía estar viendo el corral repleto de ganado; vacas allk'as, pillkas, moras; toros gritones y peleadores; vaquillas recién adornadas con sus crespones rojos en la frente y cintas en las orejas y en el lomo; parecía oír al griterío del ganado, los ajos roncos de los marcadores.
—¡Hierra! ¡Hierra!
Salté a la plaza, atacado de repente por la alegría.
—¡Mak'tillos, zapateo, mak'tillos!
—¡Yaque! ¡Yaque!2
Todos los escoleros empezamos a bailar en tropa. Estábamos llenos de alegría pura, placentera, como ese sol hermoso que brillaba desde un cielo despejado.
Los pantalones rotos de muchos escoleros se sacudían como espantapájaros.
Ramoncha, Froylán, cojeaban.
Pantaleón se entusiasmó al vernos bailar en su delante; poco a poco su corneta fue sonando con más aire, con más regocijo; al mismo tiempo el polvo que levantábamos del suelo aumentaba. A nuestra alegría ya no le bastó el baile, varios empezaron a cantar:

…Kanrara, Kanrara,
cerro grande y cruel,
eres negro y molesto; 
te tenemos miedo,
Kanrara, Kanrara.

—Eso no. Toca "Utek'pampa", Pantacha.
Pedí ese canto porque le tenía cariño a la pampa de Utek', donde los k'erk'ales y la caña de maíz son más dulces que en ningún otro sitio.

Utek'pampa,
Utek'pampita,
tus perdices son los ojos amorosos,
tus calandrias engañadoras cantan al robar,
tus torcazas me enamoran,
Utek'pampa,
Utek'pampita.

La corneta de Pantaleoncha y nuestro canto reunieron a la gente de San Juan. Todos los indios del pueblo nos rodearon. Algunos empezaron a repetir el huayno en voz baja. Muchas mujeres levantaron la voz y formaron un coro. Al poco rato, la plaza de San Juan estuvo de fiesta.
En las caras sucias y flacas de los comuneros se encendió la alegría, sus ojos amarillosos chispearon de contento.
—¡Si hubiera traguito!
—Verdad. Cañazo nomás falta.
Pantacha cambió de tonada; terminó de golpe "Utek'pampa" y empezó a tocar el huayno de la cosecha.
—¡Cosecha! ¡Cosecha!
Taytakuna, mamakuna:
los picaflores reverberan en el aire,
los toros están peleando en la pampa,
las palomas dicen:
¡tinyay tinyay!
porque hay alegría en sus pechitos.
Taytakuna, mamakuna
—Sanjuankuna: están haciendo rabiar a Taytacha Dios con el baile. Cuando la tierra está seca, no hay baile. Hay que rezar al patrón San Juan para que mande lluvia.
El tayta Vilkas resondró desde el extremo del corredor: acababa de llegar a la plaza y la alegría de los comuneros le dio cólera.
El tayta Vilkas era un indio viejo, amiguero de los mistis4 principales. Vivía con su mujer en una cueva grande, a dos leguas del pueblo. Don Braulio, el rico de San Juan, dueño de la cueva, le daba terrenitos para que sembrara papa y maíz.
A don Vilkas le respetaban casi todos los comuneros. En los repartos de agua, en la distribución de cargos para las fiestas, siempre hablaba don Vilkas. Su cara era seria, su voz medio ronca, y miraba con cierta autoridad en los ojos.
Los escoleros se asustaron al oír la voz de don Vilkas; como avergonzados se reunieron junto a los pilares blancos y se quedaron callados. Los comuneros subieron al corredor; se sentaron en hilera sobre los poyos, sin decir nada. Casi todas las mujeres se fueron a los otros corredores, para conversar allí, lejos de don Vilkas. Pantaleoncha puso su corneta sobre el empedrado.
—Don Vilkas es enemigo de nosotros. Mírale nomás su cara; como de misti es, molestoso.
—Verdad, Pantacha. Don Vilkas no es cariñoso con los mak'tillos; su cara es como de toro peleador; así serio es.
Yo y el cornetero seguimos sentados en el filo del corredor.
Ramoncha, Froylán, Jacinto y Bernaco, conversaban en voz baja, agachados junto al primer pilar del corredor; de rato en rato nos miraban.
—Seguro de don Vilkas están hablando.
—Seguro.
Los comuneros charlaban en voz baja, como si tuvieran miedo de fastidiar a alguien. El viejo apoyó su hombro en la puerta de la escuela y se puso a mirar el cerro del frente.
El cielo se hizo más claro, las pocas nubes se elevaban al centro del espacio e iban poniéndose cada vez más blancas.
—A ver, rejonero —ordenó don Vilkas.
—Yo estoy de rejón, tayta —contestó Felischa.
—Corre donde don Córdova, pídele el rejón y mata a los chanchitos mostrencos.
Hoy es domingo.
—Está bien, tayta.
Felischa tiró las puntas de su poncho sobre el hombro y se fue en busca del rejón.
—Si hay chancho de principal, mata nomás —gritó Pantacha cuando el rejonero ya iba por el centro de la plaza.
—¡Yaque!
Volteamos la cara para mirar a don Vilkas: estaba rabioso.
—¡Qué dices, tayta! —le habló Pantacha.
—¡Principal es respeto, mak'ta cornetero!
—Pero chancho de principal también orina en las calles y en la puerta de la iglesia. Después de esto le dimos la espalda al viejo de Ork'otuna.
Pantacha levantó su corneta y empezó a tocar una tonada de las punas. De vez en cuando nomás Pantacha se acordaba de sus tonadas de Wanakupampa. Por las noches en su choza, hacía llorar en su corneta la música de los comuneros que viven en las altas llanuras. En el silencio de la oscuridad esas tonadas llegaban a los oídos, como los vientos fríos que corretean en los pajonales; las mujercitas paraban de conversar y escuchaban calladas la música de las punas.
—Parece que estamos en nuestra estación de K'oñani —decía también la mujer de don Braulio.
Ahora, en la plaza del pueblo, desde el corredor lleno de gente, la corneta sonaba de otro modo: junto a la alegría del cielo, música de las punas no entristecía, parecía más bien música de forastero.
—Pantacha toca bien puna estilo —dijo don Vilkas.
—Es pues nacido en Wanaku. Los wanakupampas tocan su corneta en las mañanas y atardeciendo, para animar a las ovejas y a las llamas.
—Los wanakus son buenos comuneros. Pantacha tocó largo rato.
Después puso el cuerno sobre sus rodillas y recorrió con la mirada las faldas de las montañas que rodean a San Juan. Ya no había pasto en los cerros; sólo los arbustos secos, pardos y sin hojas, daban a los falderíos cierto aire de vegetación y de monte.
—Así blanco está la chacrita de los pobres de Tile, de Saño y de todas partes. La rabia de don Braulio es causante. Taytacha5 no hace nada, niño Ernesto.
—Verdad. El maíz de don Braulio, de don Antonio, de doña Juana está gordo, verdecito está, hasta barro hay en su suelo. ¿Y de los comuneros? Seco, agachadito, umpu (endeble); casi no se mueve ya ni con el viento.
—¡Don Braulio es ladrón, niño!
—¿Don Braulio?
—Más todavía que el atok' (zorro).
Se hizo rabioso el hablar de Pantaleón.
Algunos escoleros que estaban cerca oyeron nuestra conversación. Bernaco se vino junto a nosotros.
—¿Don Braulio es ladrón, Pantacha? —preguntó, medio asustado.
Ramoncha, el chistoso, se paró frente al cornetero mostrándonos su barriga de tambor.
—¿Robando le han encontrado? —preguntó.
Los dos estaban miedosos; disimuladamente le miraban al viejo Vilkas.
—¿Dónde hace plata don Braulio? De los comuneros pues les saca, se roba el agua; se lleva de frente de hombre, los animales de los "endios". Don Braulio es hambriento como galgo.
Bernaco se sentó a mi lado y me dijo al oído:
—Este Pantacha ha regresado molestoso de la costa. Dice todos los principales son ladrones.
—Seguro es cierto, Bernaco. Pantacha sabe.
Al ver a Bankucha y Bernaco sentados juntos al cornetero, todos los mak'tillos se reunieron poco a poco en nuestro sitio.
Pantacha nos miró uno a uno; en sus ojos alumbraba el cariño.
—¡Mak'tillos! ¡Mak'tillos!
Levantó su corneta y comenzó a tocar el huayno que cantaban los sanjuanes en el escarbe de la acequia grande de K'ocha.
En los ojos de los cholillos se notaba el entretenimiento que sentían por Pantaleón; le miraban como a hermano grande, como al dueño del corazón de todos los escoleros del pueblo.
—Por Pantaleoncha yo me haría destripar con el barroso de doña Juana. ¿Y tú, niño Ernesto?
—Tú eres maula, Ramón; tú llorarías nomás como becerro encorralado.
—¡Jajayllas!6
Al ver la risa en su cara de sapo panzudo, todos los escoleros, olvidándose del viejo, llenamos el corredor de carcajadas.
Ramoncha daba vueltas, sobre un talón, agarrándose su barriga de hombre viejo.
—¡Ramoncha! ¡Wiksa!

Sólo el viejo no se reía; su cara seguía agestada, como si en el corredor apestase un perro muerto.
* * *
Los comuneros de Tinki se anunciaron desde la cumbre del tayta Kanrara. Parados sobre una piedra que miraba al pueblo desde el abra, gritaron los tinkis imitando los relinchos del potro.
—¡Tinkikuna! ¡Tinkikuna!
Corearon los escoleros. Todos los indios se levantaron del poyo y se acercaron al filo del corredor para hacerse ver con los tinkis.
—Tinki es bien común —dijo Pantaleón.
Sopló el cuerno con todas sus fuerzas para que oyeran los comuneros, desde el Kanrara.
—Hasta Puquio habrá llegado eso —dijo Ramoncha, haciéndose el asustadizo.
—Seguro hasta Nazca se habrá oído —y me reí.
Los tinkis saltaron de la piedra al camino y empezaron abajar el cerro al galope. Por ratos, se paraban sobre las piedras más grandes y le gritaban al pueblo. Las quebradas de Viseca y Ak'ola contestaban desde lejos el relincho de los comuneros.
—Viseca grita más fuerte.
—¡Claro pues! Viseca es quebrada padre; el tayta Chitulla es su patrón; de Ak'ola es Kanrara nomás.
—¿Kanrara? Tayta Kanrara le gana a Chitulla, más rabioso es.
—Verdad. Punta es su cabeza, como rejón de don Córdova.
—¿Y Chitulla? A su barriga segura entran cuatro Kanraras.
Los indios miraban a uno y a otro cerro, los comparaban, serios, como si estuvieran viendo a dos hombres.
Las dos montañas están una frente a otra, separadas por el río Viseca. El riachuelo Ak'ola quiebra al Kanrara por su costado, por el otro se levanta casi de repente después de una lomada larga y baja. Mirado de lejos, el tayta Kanrara tiene una expresión molesta.
—Al río Viseca le resondra para que no cante fuerte —dicen los comuneros de San Juan.
Chitulla es un cerro ancho y elevado, sus faldas suaves están cubiertas de tayales y espinos; a distancia se le ve negro, como una hinchazón de la cordillera. Su aspecto no es importante, parece más bien tranquilo.
Los indios sanjuanes dicen que los dos cerros son rivales y que, en las noches oscuras, bajan hasta la ribera del Viseca y se hondean ahí, de orilla a orilla.

* * *
Los tinkis entraron por la esquina de la iglesia. Venían solos, sin sus mujeres. Avanzaron por el medio de la plaza, hacia el corredor de la escuela. Eran como cien; todos vestidos de cordellate azul, sus sombreros blancos y grandes y sus ojotas lanudas, se movían acompasadamente.
—¡Tinkis, de verdad comuneros! —dijo el cornetero.
 
Don Vilkas despreciaba a los tinkis; al verlos en la plaza, levantó su cabeza, jactancioso, pero los siguió con la mirada hasta que llegaron al corredor; les tenía miedo, porque eran unidos y porque su varayok, cabo licenciado, no respetaba mucho a los mistis.
Don Wallpa, varayok' de los tinkis, subió primero las gradas.
—Buenos días, taytakuna, mamakuna —saludó.
Se acercó a don Vilkas y le dio la mano; después vino donde el cornetero, los dos se abrazaron.
—¡Don Wallpa, taytay!
—¡Mak'ta Pantacha!
—De tiempo has regresado de la costa.
—Seis meses, tayta.
Los otros tinkis hicieron lo mismo que don Wallpa, saludaron a todos, le dieron la mano a don Vilkas y abrazaron a Pantaleón.
Al poco rato los escoleros y el músico nos vimos rodeados de los tinkis. Yo miré una a una las caras de los comuneros: todos eran feos, sus ojos eran amarillosos, su piel sucia y quemada por el frío, el cabello largo y sudado; casi todos estaban rotosos, sus lok'os (sombreros) dejaban ver los pelos de la coronilla y las ojotas de la mayoría estaban huecas por la planta, solo el correaje y los ribetes eran lanudos. Pero tenían mejor expresión que los sanjuanes, no parecían muy abatidos, conversaban en voz alta con Pantaleón y se reían.
Los escolares se fueron uno por uno, de nuestro grupo; varios se subieron a los pilares blancos; otros empezaron a jugar en la plaza. En medio de los tinkis más que nunca me gustó la plaza, la torrecita blanca, el eucalipto grande del pueblo. Sentí que mi cariño por los comuneros se adentraba más en mi vida, me parecía que yo también era tinki, que tenía corazón de comunero, que había vivido siempre en la puna, sobre las pampas de ischu7.
—Bernaco, ¿te gustaría ser tinki?
—¡Claro! Tinki es hombre.
Pantaleón también parecía satisfecho conversando con los tinkis, sus ojos estaban alegres. Primero habló de Nazca; de los carros, de las tiendas, y después de los patrones, abusivos como en todas partes.
—¿No ves? De otro modo ha regresado el Pantacha, está rabioso para los platudos
—me dijo a la oreja el dansak' (bailarín) Bernaco.
—¿Acaso? En la costa también, el agua se agarran las principales nomás, al último ya riegan, junto con los que tienen dos, tres chacritas; como de caridad le dan un poquito, y sus terrenos están con sed de año. Pero principales de Nazca son más platudos; uno solo puede comprar a San Juan con todos sus maizales, sus alfalfares y su ganado. Casi gringos nomás son todos carajeros, como a Taytacha de iglesia se hacen respetar con sus peones.
—Verdad. Así son nazcas —dijo el varayok’ Wallpa.
—Como en todas partes en Nazca también los principales abusan de los jornaleros
—siguió Pantaleoncha—. Se roban de hombres el trabajo de los comuneros que van de los pueblos: San Juan, Chipau, Santiago, Wallawa. Seis, ocho meses, le amarran en las haciendas, le retienen sus jornales; temblando con terciana le meten en los cañaverales, a los algodonales. Después le tiran dos, tres soles a la cara, como gran cosa. ¿Acaso? Ni para remedio alcanzo la plata que dan los principales. De regreso, en Galeras—pampa, en Tullutaka, en todo el camino se derrama la gente; como criaturitas, tiritando, se mueren los andamarkas, los chillek'es, los sondondinos. Ahí nomás se quedan, con un montón de piedra sobre la barriga. ¿Qué dicen sanjuankunas?
—¡Carago! ¡Mistis son como tigres!
—¡Comuneros son para morir como perros!
Sanjuanes y tinkis se malograron. Rabiosos, se miraban unos a otros, como preguntándose. Los ojos de Pantacha tenían el mirar con que en el wak'tay8 hacían asustar a todos los indios badulaques de San Juan; brillaban de otra manera.
Todos los comuneros se reunieron junto a la puerta de la cárcel para oír a Pantaleoncha; eran como doscientos. Don Vilkas y don Inocencio conversaban en otro lado; el viejo se hacía el disimulado; pero estaba allí para oír; y contárselo después todo al principal.
El cornetero subió al poyo del corredor; les miró en los ojos a todos los comuneros, estaban como asustados.
—Pero comunkuna somos tanto, tanto; principales dos, tres nomás hay. En otra parte, dicen, comuneros se han alzado; de afuera a dentro, como gatos nomás, los han apretado a los platudos. ¿Qué dicen, comunkuna?
Los sanjuanes se pusieron asustadizos, los tinkis también. Pantacha hablaba de alzamiento, ellos tenían miedo a eso, acordándose de los chaviñas. Los chaviñas botaron ocho leguas de cercos que don Pedro mandó hacer en tierras de la comunidad; lo corretearon a don Pedro para matarlo. Poco después vinieron soldados a Chaviña y abalearon a los comuneros con sus viejos y sus criaturas; algunos que se fueron a las alturas nomás se escaparon. Eran como mujeres los sanjuanes, le temían al alzamiento.
Nunca en la plaza de San Juan, un comunero había hablado contra los principales. Los domingos se reunían en el corredor de la cárcel, pedían agua lloriqueando y después se regresaban; si no conseguían turno, se iban con todo el amargo en el corazón, pensando que sus maizalitos se secarían de una vez en esa semana. Pero este domingo Pantacha gimoteaba fuerte contra los mistis, delante de don Vilkas resondraba a los principales.
—¡Principales para robar nomás son, para reunir plata, haciendo llorar a gente grande como a criaturas! ¡Vamos matar a principales, como a puma ladrón!
Al principio don Vilkas disimuló, junto con don Inocencio; pero al último, oyendo a Pantacha hablar de los mistis sanjuanes, se vino apurado donde los comuneros, miró rabioso al cornetero y gritó con voz de perro grande:
—¡Pantacha! ¡Silencio! ¡Principal es respeto!
Su hablar rabioso asustó a los sanjuanes. Pero el mak'ta levantó más la cabeza.
—¡Taytay, como novillo viejo eres, ya no sirves!
Don Vilkas empezó a empujar a los indios para llegar hasta donde estaba el Pantacha.
—¡Carago, allk'o! (perro) —gritó.
Don Inocencio le rogó, jalándole el poncho:
—Dejay, don Vilkas; Pantacha es hablador nomás.
—¡Te voy a faltar, tayta! —le gritó el cornetero.
Al oír la amenaza de Pantaleón, don Inocencio sujetó al viejo.
—No enrabies don Vilkas, ¡por gusto!
Oyendo la bulla, algunos comuneros y las mujeres que estaban en los otros corredores, se vinieron junto a la puerta de la cárcel, para ver la pelea.
Hombres y mujeres hablaban fuerte.
—¡Viejo es respeto! —decía la mayor parte de las mujercitas.
—¿Manchu? Don Vilkas es abusivo. ¿Acaso? "Endio" nomás es, igual a sanjuanes
—gritó, desafiando, don Wallpa, varayok' de Tinki, viejo como don Vilkas.
—¡Wallpa! ¡Maula Wallpa!
Don Vilkas se paró, desafiante, mirando de frente al varayok' de Tinki.
—Si quieres, solo a solo, como toros en la plaza —habló don Wallpa.
—Anda, tayta, cajéale en la barriga —le dijeron los tinkis a su autoridad.
Don Wallpa se quitó el poncho, lo tiró sobre sus comuneros y saltó a la plaza. Se cuadró allí como toro padrillo.
—¡Yaque, don Vilkas! Le llamó con la mano.
Pero las mujercitas sujetaron al viejo. Si no, el varayok' le hubiera hecho gritar como a gallo cabestro.
Pantacha se rió fuerte, mirando a don Vilkas.
—¡Jajayllas!
Se puso el cuerno a la boca y tocó el huayno chistoso de los wanakupampas:
Akakllo de los pedregales, bullero pajarito de las peñas; no me engañes, akakllo.
Akakllo pretencioso, misti ingeniero, te dicen.
¡Jajayllas akakllo! muéstrame tu barreno
¡jajayllas akakllo! muéstrame tus papeles...