Yawar fiesta

 Premio "José María Arguedas" [Índice]

Yawar fiesta

(José María Arguedas)

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III. Wakawak’ras, trompetas de la tierra

    En la puna y en los cerros que rodean al pueblo tocaban ya wakawak’ras. Cuando se oía el turupukllay [24] en los caminos que van a los distritos y en las chacras de trigo, indios y vecinos hablaban de la corrida de ese año.

    —¡Carago! ¡Pichk’achuri va parar juirme! Siempre año tras año, Pichk’achuri ganando enjualma, dejando viuda en plaza grande —hablaban los comuneros.

    —K’ayau dice va traer Misitu de K’oñani pampa. Se han juramentado, dice, varayok’ alcaldes para Misitu.

    —¡Cojodices! [25] Con diablo es Misitu. Cuándo carago trayendo Misitu. Nu’hay k’ari (hombre) para Misitu de K’oñani.

    —Aunque moriendo cuántos también, K’ayau dice va soltar Misitu en 28 [26] .

    —¿Acaso Pichk’achuri sonso para creer? K’ayau son maulas. ¿Cuándo ganandu en turupukllay? Abuelos también no ha visto K’ayau dejando viuda en vintiuchu. ¡Cojodices!

    —Sigoro. Ahora también Pichk’achuri va a ser hombre en turupukllay.

    En los cuatro ayllus hablaban de la corrida. Pichk’achuri ganaba año tras año; los capeadores de Pichk’achuri regaban con sangre la plaza. ¿Dónde había hombres para los capeadores del ayllu grande? «Honrao» Rojas arañó su chaleco, su camisa, el año pasado no más. El callejón de don Nicolás lo peloteó en el aire. Mientras las niñas temblaban en los balcones y los comuneros y las mujeres del ayllu gritoneaban en las barreras, en los cercos y en los techos de las casas. «Honrao» Rojas se paró firme, de haber estado ya enterrado en el polvo, de haber sido pisoteado en la barriga; arañando, arañando en el suelo, «Honrao» Rojas se enderezó. En su chaleco y en su camisa rezumaba la sangre.

    —¡Turucha carago! —diciendo, se retaceó el chaleco y la camisa; mostró el costillar corneado.

    —¡Atatau yawarcha! —gritó.

    Como de una pila hizo brincar su sangre al suelo.

    —¡Yo Pichk’achuri runakuna, k’alakuna! [27] —dijo.

    Los cuatro ayllus ya lo sabían. No había cotejo para k’aris de Pichk’achuri. Pero ese año, dice, K’ayau quería ser «primero» en la plaza.

    Desde junio tocaban turupukllay en toda la puna y en los cerros que rodean al pueblo. Los wakawak’ras anunciaban ya la corrida. Los mak’tillos oían la música en la puna alta y sentían miedo, como si de los k’eñwales fuera a saltar el callejón o el barroso, que arañó, bramando, la plaza de Pichk’achuri, que hizo temblar las barreras, que sangró el pecho del «Honrao» Rojas. En la puna y en todos los caminos, con sol o con lluvia, al amanecer y anocheciendo, los wakawak’ras presentían el pukllay. En el descampado, el canto del turupukllay encoge el corazón, le vence, como si fuera de criatura; la voz del wakawak’ra suena gruesa y lenta, como voz de hombre, como voz de la puna alta y su viento frío silbando en las abras, sobre las lagunas. Las mujercitas de los cuatro ayllus y de todas las estancias lloriqueaban, oyendo las cornetas:

    —¡Yastá pues vintiuchu! —decían—. ¡Para Misitu es fiesta, dice van llevar a plaza grande; su rabia seguro va llenar tomando sangre de endio puquio!

    —¡Ay, taitallaya! Capricho dice ha tomado K’ayau para botar Misitu de K’oñani en vintiuchu.

    —¡Quién pues será mamitay! ¡Quién pues viuda será! ¡Quién pues en panteón llorando estará vintiuchu!

    Cantaban los wakawak’ras anunciando en todos los cerros el yawar fiesta. Indios de K’ollana, de Pichk’achuri, de Chaupi, de K’ayau, tocaban a la madrugada, al mediodía, y mientras bajando ya al camino, por la tarde. En la noche también, de los barrios subía al jirón Bolívar el cantar de los wakawak’ras. Entraban en competencia los corneteros de los cuatro barrios. Pero don Maywa, de Chaupi, era el mejor cornetero. La casa de don Maywa está junto a Makulirumi, en la plaza. Por las noches, temprano todavía, alcaldes del barrio y algunos comuneros vecinos entraban a la casa de don Maywa. Allí chakchaban coca, y a veces don Maywa sacaba su botella de cañazo para convidar. Un mechero alumbraba el cuarto desde una repisa de cuero de vaca. Entre copa y copa, don Maywa levantaba su wakawak’ra y tocaba el turupukllay. El cuarto se llenaba con la voz del wakawak’ra, retumbaban las paredes. Los comuneros miraban alto, el turupukllay les agarraba, oprimía el pecho; ninguna tonada era para morir como el turupukllay. De rato en rato los otros ayllus contestaban.

    De los cuatro ayllus, comenzando la noche, el turupukllay subía al jirón Bolívar. Desde la plaza de Chaupi, derecho, por el jirón Bolívar, subía con el viento el pukllay de don Maywa. En las tiendas, en el billar, en las casas de los principales, oían las niñas y los vecinos.

    —Por la noche, esa música parece de panteón —decían.

    —Sí, hombre, friega el ánimo.

    —¡Nada de eso! No es la música —explicaba algún señor ilustrado—. Es que asociamos esa tonada con las corridas en que los indios se hacen destrozar con el toro, al compás de esta musiquita.

    —Sí, hombre. Pero friega el ánimo. Debiera prohibirse que a la hora de comer nos molesten de esa manera.

    —¡Maricones! A mí me gusta esa tonada. En un solo cuerno, ¡qué bien tocan estos indios! —replicaba alguien.

    Las niñas y las señoras también se lamentaban.

    —¡Qué música tan penetrante! Es odioso oír esa tonada a esta hora. Se debiera pedir a la Guardia Civil que prohíba tocar esa tonada en las noches.

    —Sí. Y ya tenemos a la Guardia Civil desde hace años.

    —Esos indios se preparan el ánimo desde ahora. ¡Qué feo llora esa corneta!

    —Me hace recordar las corridas.

    —Ese cholo Maywa es el peor. Su música me cala hasta el alma.

    La voz de los wakawak’ras interrumpía la charla de los mistis bajo los faroles de las esquinas del jirón Bolívar; interrumpía la tranquilidad de la comida en la casa de los principales. Los muchachos de los barrios se reunían, cuando don Maywa tocaba.     —¡Parece corrida ya! —gritaban.

    —¡Toro, toro!

    Y aprovechaban el pukllay de don Maywa para jugar a los toros.

    A veces la corneta de don Maywa se oía en el pueblo cuando el cura estaba en la iglesia, haciendo el rosario con las señoras y las niñas del pueblo, y con algunas indias de los barrios. El turupukllay vencía el ánimo de las devotas; el cura también se detenía un instante cuando llegaba la tonada. Se miraban las niñas y las señoras, como cuidándose, como si el callejón o el barroso fueran a bramar desde la puerta de la iglesia.

    —¡Música del diablo! —decía el vicario.

    Algunas noches, tarde ya, cuando el pueblo quedaba en silencio, desde algún cerro alto tocaban wakawak’ra. Entonces el pukllay sonaba en la quebrada, de canto a canto, de hondonada en hondonada; llegaba al pueblo, a ratos bien claro, a ratos medio apagado, según la fuerza del viento.

    —¿Oyes? —decían en las casas de los mistis—. Como llorar grueso es; como voz de gente.

    —¡Lleno de la quebrada ese turupukllay! ¿Por qué será? Me oprime el corazón —hablaban las niñas.

    —¡Qué música perra! ¡Revienta el alma! —decían los principales.

    En los ayllus, los indios oían, y también comentaban.

    —¡Cómo don Maywa todavía! Eso sí, ¡pukllay!

    —Comunero pichk’achuri será. Seguro toro bravo rabiará, oyendo.

    Con el viento, a esa hora, el turupukllay pasaba las cumbres, daba vuelta a las abras, llegaba a las estancias y a los pueblitos. En noche clara, o en la oscuridad, el turupukllay llegaba como desde lo alto.


IV. K’ayau

    El primer domingo de julio, por la tarde, entraron a la casa de don Julián Arangüena los cuatro varayok’s de K’ayau. El sol caldeaba las piedras blancas del patio. Los concertados de don Julián estaban sentados en los poyos de la pared de la cocina.

    —¡Nos días! —saludaron los concertados a los varayok’s.

    —¡Nos días! ¿Dónde está taita patrón?

    La niña Julia salió al corredor.

    —Nos días, niñacha. K’ayau cumunkuna buscando taita patrón.

    Los varayok’s se quitaron los lok’os.

    —¡Papá! Los varayok’s de K’ayau —llamó la joven.

    Don Julián salió al corredor, en chaleco y con un periódico en la mano.

    —Siempre pues, taitay, tú parando por K’ayau —habló el varayok’ alcalde—. Tú alfalfa también, chacra, echaderos también, en tierra de ayllu K’ayau pues, don Julián.

    —Cierto.

    —Por eso entrando por Misitu de K’oñani, para vintiuchu.

    —¿Qué? —Don Julián parecía asustado—. Misitu es del monte. Nadie lo saca.

    Los varayok’s rieron en coro.

    —Nu’hay empusible para ayllu, taitay. Capaz cerro grande también cargando hasta la mar k’ocha [28] .

    —¡Nu’hay para ayllu!

    —Como a chascha puniento vamos arrear a Misitu.

    —¡Ja caraya! Como pierro chusco va venir oliendo camino.

    —¡Cojudeces de ustedes! Nadie saca a esa fiera de su querencia. ¡Ni yo he podido!

    —Comunú, pues, patrón; así es Misitu de K’oñani.

    —¡Encanto, encanto, diciendo pichk’achuris, taitay! Nu’hay encanto, don Jolián. Todo año ganando pichk’achuris en plaza. Grande pues puna echadero de pichk’achuris; mucho hay sallk’a [29] en echadero de ayllu de Pichk’achuri. Por eso ganando vintiuchu.

    —Ahura K’ayau va echar Misitu de don Jolián en plaza. ¡Mentira encanto! Sallk’a grande no más es Misitu, enrabiado hasta corazón. Por eso queriendo para turupukllay.

    —¡K’ayau va ser premero en vintiuchu!

    —¡Bueno, bueno! No me opongo. Pero advierto. Ese toro va destripar a todos los indios que vayan de comisión para traerlo de K’oñani.

    —¡Allk’o [30] no más para comunero k’ayau!

    El varayok’ alcalde sacó una botella de cañazo de uno de los bolsillos de su chamarra.

    —¡Taitay, por tu Misitu tomarás copita! —le dijo a don Julián.

    —¡Por tu ayllu K’ayau, pues, don Jolián! —rogó el «Campo» [31] .

    —¡Ya, ya! Pero uno no más.

    El varayok’ alcalde llenó la copita de porcelana que le alcanzó el regidor. El regidor entregó la copa a don Julián.

    —¡Bueno! Por vuestra suerte. Ojalá Dios los proteja. ¡Pobrecitos!

    Los concertados de don Julián, que estaban en el patio, oyeron el pedido de los varayok’s. Hablaron.

    —Cierto, pues, K’ayau queriendo Misitu.

    —¡Jajayllas! ¿Dúnde trayendo Misitu?

    Los tres concertados se acercaron al corredor. Don Fermín habló:

    —No puede, taitay alcalde. Misitu de K’oñani enrabiado pelea con el monte también; con su sombra también enrabia. ¡Nu’hay para Misitu!

    El varayok’ alcalde tomó su copa de cañazo antes de contestar.

    —¿Acaso concertado va a ser cumisión? Cúmun k’ayau va ser cumisión. —El varayok’ alcalde estaba chispo ya—. ¡Concertado llorará mirando Misitu; como pierro, gritoneando correrá! Rabia de comunero es para Misitu. ¡Carago! ¿Acaso ayllu asustando con chascha toro?

    —¡Pierdón, patrón! Carajeando por maula concertado. Chispitu ya, pues —el regidor alzó la voz—. ¡Atatau concertado! Mauleando.

    —¡Bueno, bueno! ¡Hemos terminado! Regalo el Misitu para el ayllu. Y pueden retirarse.

    —Cumunú pues, patrón.

    —¡Gracias, don Jolián!

    —¡Tú no más parando por ayllu K’ayau!

    —¡Sempre pues, por tu ayllu!

    Con el lok’o en la mano bajaron las gradas, pasaron el patio y llegaron al zaguán.

    —¡Como a pierro vamos traer a tu Misitu, don Jolián! —dijo el regidor.

    Don Julián miró con pena a los varayok’s.

    El varayok’ alcalde salió primero al jirón Bolívar.

    Se pusieron los sombreros y entraron al jirón. Avanzaron caminando por el centro de la calle. Las niñas de las tiendas y los principales los miraban.

    —He oído decir que K’ayau va traer para este año al Misitu de don Julián.

    Los varayok’s saludaban a las niñas, levantando con la mano la falda de sus lok’os. Los cuatro juntos, caminaban prosistas. A tranco largo llegaron a la segunda esquina.

    —¡Alcalde! ¿Cierto van a traer al Misitu para el 28? —preguntó desde la puerta de su tienda, don Pancho Jiménez.

    —¡Claru pues, taita! —Los cuatro se pararon frente a la tienda.

    —Don Jolián regalandu Misitu, ahurita no más.

    —¡Buena! Quiero ver eso, varayok’s. ¡Muchacho, trae cuatro botellas de cañazo!

    Don Pancho mostró a los varayok’s las botellas de aguardiente.

    —Dos arrobitas voy a regalar si hacen llegar al Misitu. Ahí está adelanto.

    —¡Gracias, patrón! ¡Cómo allk’o va venir para ti, Misitucha!

    El varayok’ alcalde recibió las botellas.

    —¡Ya! Anden no más. Cabildo estará esperando.

    Varios mistis y algunos chalos se habían reunido ya junto a la tienda. Los varayok’s saludaban quitándose el lok’o; tiraron las puntas de sus ponchos sobre el hombro, levantaron alto sus cabezas, y siguieron calle abajo. Llegaron a la tercera esquina y voltearon a la izquierda, para el ayllu de K’ayau.

    En el jirón Bolívar los mistis se quedaron hablando sobre la amenaza de los k’ayaus.

    —¡Los tigres! Si estos indios logran traer al Misitu va haber pelotera en la plaza, como nunca.

    —De ver va ser eso. Yo he ofrecido dos arrobitas de aguardiente. El año pasado un solo indio murió en la plaza. Pero este 28, si traen al Misitu…

    —No, don Pancho. La pelotera va ser en K’oñani. El ayllu está decidido, aunque sea quinientos indios irán por el Misitu. El toro va hacer su agosto en la puna. ¡Qué tal destripadera irá a haber!

    —Cuando los indios se deciden, no hay caso. ¿No ve cómo la carretera a Nazca la hicieron en 28 días?

    La gente iba aumentando en la esquina de don Pancho Jiménez.

    —Es que también trabajaron más de diez mil indios.

    —Les entró la fiebre del camino. ¡Y había que ver! Parecían hormigas.

    —Y a ese toro lo traen. ¡Ya verán! Verdad que es un solo ayllu, pero son como dos mil. Aunque sea muerto, pero lo ponen en la plaza.

    —Los indios de Puquio, sea como sea, pero tienen resolución.

    —¡No hay vainas! Estos indios son unos fregados.

    —En K’oñani va a ser la pelea, la verdadera corrida. Soy capaz de ir.

    —En el cabildo de hoy nombrarán la comisión y señalarán el día. Ya lo sabremos.

    En los extremos del grupo hablaban.

    —El ayllu de K’ayau dice va traer Misitu de K’oñani para el 28.

    —¡Al Misitu dicen van a traer para el 28!

    —Va a ser gran corrida, como en otros tiempos.

    —¡Los cocos! A esa fiera no la saca de los k’eñwales ni el hijo de Cristo.

    De canto a canto, en todo el jirón Bolívar, se propaló la noticia.

    —No debieran permitir —decían algunas señoras—. ¡Es una barbaridad! ¡Pobres indios! Ellos son los paganos. Lo que es yo, no voy. No estoy para salvajismos.

    —¿Tú irás? —se preguntaban desde ese mismo día las niñas.

    —No sé hija; será de ver. Pero tengo miedo.

    —¡Qué Misitu, ni qué Misitu! —decían algunos viejos—. Yo he visto toros bravos verdaderos; toros machos, con las piernas destrozadas por los dinamitazos, perseguir a los indios, bramando todavía. ¡Misitu! ¡Qué tanto será! Lo que hemos visto los antiguos ya no habrá.

    El ayllu completo reunido en K’oro ladera. K’ayau se reúne en un claro de la ladera, entre las casas de los comuneros de Kaychu, Chamochumpi y los arpistas Llana. Casi en el centro del claro hay una piedra alaymosca, como de medio metro de altura. Todo el ayllu de K’ayau está en la falda del Tok’to, entre hondonadas y morros; el barrio no tiene calles derechas; es pueblo indio. Ese primer domingo de julio el ayllu estaba completo en el cabildo. De todas las chacras y hasta de los echaderos habían bajado al pueblo, los k’ayaus.

    Cuando los varayok’s aparecieron en K’oro ladera, los indios se revolvieron. Más de mil eran. Se hablaban unos a otros, en voz alta.

    —¡Campu, campu! ¡Carago!

    —¡Campu! ¡Carago!

    Estiraban todos el cuello.

    El varayok’ alcalde se paró sobre la piedra. Todos los k’ayaus levantaron la cara.

    —Don Jolián Arangüina para ayllu regalando Misitu…

    El varayok’ alcalde habló en quechua; informó al cabildo sobre su entrevista con don Julián.

    —¡Eso sí, carago!

    —¡Ahura sí, caragu!

    —¡Misitucha! ¡Ahura sí!

    El sol pasaba ya por el centro del cielo; ardía fuerte en el blanqueo de las paredes, sobre la cal de los techos. Las rocas, en la cumbre de los cerros que rodean al pueblo, parecían más negras a esa hora; ya no había nubes en el cielo; en lo alto, daban vueltas gavilanes y ak’chis, volando lento.

    —¡Ayllu entero será comisión! —proclamó el alcalde.

    —Sigoro pues, taita.

    —¡Claro pues!

    —¡Caragu Misitucha!

    —¡Ja caraya! Mistichas verán. Principales asustarán con Misitu.

    —¡Sigoro!

    —¡Nu’hay cojodices!

    —¡K’ayau premero será en plaza!

    —Capaz en alto no más Misitu enrabia. ¡Capaz con dinamita asustará como chascha!

    —¡Capaz con enjualma asustará!

    De todos los ayllus llegaban comuneros para ver el cabildo de los k’ayaus. Mujeres y mak’tillos también miraban desde la esquina de los arpistas. En los otros ayllus ya había terminado el cabildo; y venían a K’ayau para saber. En la plaza de Pichk’achuri se revolvían los comuneros, miraban la ladera.

    Todos los k’ayaus hablaban fuerte. Hasta lejos se oía el griterío del cabildo.

    —¡Misitu amarrado llegará!

    —¡Ayllu entero será comisión!

    Del centro de la plaza, desde Pichk’achuri, subió un cohete; echando humo se elevó en el cielo; pasó sobre el cabildo; se fue bien alto, avanzando más en el cielo de K’ayau, y reventó en la altura del cerro Tok’to. El cohete vacío bajó, derecho, como liwi, y cayó en el canto del ayllu sobre las yerbas del cerro. Los indios de K’ayau miraban el cohete, desde su arranque, hasta que llegó a la tierra.

    —¡Caragu, k’anrakuna!

    Se voltearon para mirar la plaza de Pichk’achuri. Los comuneros de Pichk’achuri salieron de su plaza, por las cuatro esquinas; muchos alzaban los brazos, tiraban las puntas del poncho sobre el hombro.

    —¡Jajayllas rabia!

    Los varayok’s de K’ayau se miraron con los comuneros del ayllu.

    —¡Premero en vintiuchu ayllu K’ayau será! —exclamaron, casi gritando.

    Ese domingo, toda la tarde y en la noche, los wakawak’ras atronaron en los cuatro barrios. Era muy entrado ya el menguante, pero salió la luna y alumbró fuerte, porque el cielo estaba limpio. Los trigales de los cerros se veían bien claro desde el pueblo; los eucaliptos de Pichk’achuri, los molles de los corrales, aparecieron; hasta podía contárseles las ramas. De K’ayau, de K’ollana, de Chaupi, siguieron tocando turupukllay.

    Brillaba en la luna la calamina de los techos en el jirón Bolívar; los molles se mecían oscuramente sobre los patios y campos de los barrios; el viento gemía en los cerros, abatiendo los trigales y las ramas de los eucaliptos. Los perros chuscos de los ayllus se desesperaban; y por el alto del cielo más fuerte que el viento y la voz de los chaschas, atronaban los wakawak’ras, como voces de toros que lloraran sobre las cumbres y en el fondo de la quebrada, rodeando el pueblo.

    Desde ese domingo en las casas de los vecinos y en los barrios, en las calles y en las chacras, hablaban de la corrida, de la competencia de K’ayau con Pichk’achuri; qué ayllu traería a los toros más bravos, qué capeadores los tumbarían a dinamita en la plaza, arrimando el pecho a los cuernos. Chaupi y K’ollana también pondrían cuatro toros cada ayllu, como todos los años. Pero Chaupi sólo ganaba a los otros barrios en tener más herreros, más carpinteros y sombrereros, en tener maestros artesanos. K’ollana con sus albañiles y danzantes. Casi todas las casas nuevas de los vecinos principales eran obra de los k’ollanas. Pero el 28 no podían. Ayllus y vecinos temblaban en la plaza, cuando los capeadores de K’ayau y Pichk’achuri llamaban desde lejos, poncho en mano, a los toros bravos. Temblaban cholas y niñas, cuando el callejón o el allk’a daban vueltas junto a las barreras, con el Juancha o el Nicacha colgando de las astas, a veces del chumpi, a veces de la ingle. «Honrao» Rojas entraba, dinamita en mano a la plaza, ardiendo la mecha, llamaba con su brazo al pillko, al allk’a:

    —¡Chascha! ¡Turucha carago!

    El allk’a escarbaba el suelo, sacando la lengua.

    Mientras, don Maywa y los pichk’achuris tocaban turupukllay en los wakawak’ras; la arenilla de la tierra ardía en la plaza.

    —¡Carago chascha!

    Desde lejos arrancaba el toro. «Honrao» Rojas ya sabía. Riéndose fuerte esperaba:

    —¡Jajayllas, turucha!

    Cuando el toro estaba para cornearle ya, «Honrao» Rojas tiraba al suelo el cartucho. Retumbaba la plaza, el polvo subía del suelo en remolino. «Honrao» Rojas andaba de espaldas a las barreras. A veces el toro pataleaba, lomo en tierra; o corría, como loco, echando sangre del pecho; otras veces, cuando pasaba el polvo, el toro veía al «Honrao», bramando saltaba, pero ya no había tiempo, el «Honrao» llegaba, riéndose, a la barrera.

    —¡Jajayllas, turucha!

    Así eran los k’ayaus y los pichk’achuris en las corridas. Por eso Chaupi y K’ollana no pensaban en hacer competencia a los capeadores de los otros ayllus. Pero en el 28, y en las fiestas grandes, K’ollana y Chaupi ponían en las calles a sus dansak’s. En todas las esquinas y en las plazas, los dansak’s de K’ollana eran dueños. No había hombre para el Tankayllu y para el taita «Untu» de K’ollana. Tankayllu salía a bailar con Nicanor Rojas de arpista y Jacinto Pedraza de violinista. Su pantalón y su chaleco, espejo y cintura dorada, piñes [32] de todos los colores; sobre la gran montera llevaba un cuerpo de gavilán, con el pico por delante; sus tijeras de acero se oían a tres cuadras. Cuando Tankayllu salía a bailar, se juntaba la gente de los cuatro ayllus; y cuando entraba al jirón Bolívar, tocando sus tijeras, las niñas y los mistis salían a los balcones.

    —¡Es un artista este indio! —decían.

    Pero la competencia de los dansak’s no era como la de los capeadores. Con los toros bravos era competencia grande, ante todo el pueblo de Puquio y de los distritos. En cambio, cuando el Tankayllu entraba al jirón Bolívar, tocando sus tijeras, las niñas y los mistis se machucaban en los balcones para verlo. Entonces no había K’ayau, ni Chaupi, ni K’ollana; el pueblo entero, los indios de todos los barrios se alegraban, llenaban la calle de los mistis; sus ojos brillaban mirando la cara de los vecinos.

    —¡Es un artista! ¡Hay que llevarlo a Lima! —hablaban en los balcones.

    —¡Será un indio…, pero qué bien baila!

    —¡Es brutal, pistonudo!

    Mirando la cara de los vecinos, los comuneros de los cuatro ayllus tenían fiesta; el regocijo era igual para todos los indios de Puquio. Y desafiaban en su adentro a los mistis:

    —¿Dónde habiendo de mistis? Con su caballito nazqueño, con su apero de plata, con su corbatita, badulaquean. Con trapo no más. ¿Dónde habiendo hombre para Tankayllu?

    Por eso los k’ollanas confiaban para el 28 en el Tankayllu y en el taita «Untu». Decían en los barrios que ese año el Tankayllu iba a lucir otra ropa y montera nueva.

    Mientras, en Pichk’achuri y en K’ayau, se alistaban para llevar al pueblo los toros más bravos de todas las punas. Los capeadores amenazaban:

    —¡Yu será! ¡Yu k’ari!

    Los vecinos también, en todas sus reuniones hablaban de la corrida. Cuando se encontraban en los caminos de paso a sus chacras o de vuelta al pueblo; cuando tomaban cerveza y pisco en las tiendas; cuando se reunían para charlar bajo los faroles de las esquinas, hacían apuestas por K’ayau o por Pichk’achuri; a favor o en contra del Misitu. Don Pancho Jiménez contra don Julián Arangüena.

    —Los indios arrastrarán a su Misitu —le gritaba don Pancho.

    —¡Apuesto! —contestaba don Julián—. Lo dejé en los k’eñwales, y no le pegué un tiro, porque toda la gente de la puna y de los otros pueblos hablan de mi toro. ¡Porque es el patrón de las alturas! Lo he regalado a K’ayau para que el Misitu se banquetee con los indios. Es un regalo al Misitu, más bien.

    Y la risa le sacudía todo el cuerpo.

    Don Pancho Jiménez y don Julián Arangüena apostaron diez docenas de cerveza.

    Pero en los corredores de la subprefectura se hablaba de la corrida, más que en los ayllus y que en las calles del jirón Bolívar.

    El subprefecto era iqueño, nunca había visto un turupukllay. Al mediodía y al atardecer, el corredor de la subprefectura estaba siempre lleno de mistis. Todos los principales le hablaban al subprefecto de la corrida en Puquio; se quitaban la palabra, porque cada uno quería contar lo más importante, lo que era más sensacional según el parecer de los vecinos.

    —Usted va gozar, señor subprefecto. Es algo fenomenal.

    —Usted conoce la plaza del barrio de Pichk’achuri, es más grande que la plaza de armas de Lima. La indiada de cada barrio cierra una esquina con barreras de eucaliptos. Nosotros vemos la corrida de los balcones de don Crisóstomo Bendezú y de un palco que los indios hacen sobre el muro, junto a la casa de don Crisóstomo. La indiada se acomoda en los techos, en las barreras y sobre las paredes, ¡ya verá usted! Diez, doce toros se lidian. La plaza es grande. No hacen barreras especiales para los capeadores; abren un choclón [33] no más en el centro de la plaza. Los indios son más bravos que los toros, y entran, desafiando. Capean con sus ponchos; y cuando se asustan, corren, y se tiran al choclón, en pelotera. El toro se queda a la orilla del hueco, resoplando con furia. Pero no todos los indios corren bien, y el toro alcanza a algunos, de la entrepierna los suspende, los retacea como a trapos…

—¡Eso no es nada! —decía otro; todos querían hacerse oír con el subprefecto—. ¡Eso no es nada! Hay cuatro enjalmas para los toros más bravos; las enjalmas las regalan las señoritas principales de nuestro pueblo; son enjalmas de seda, con monedas de plata y a veces de oro, en las puntas y en el bordado. Las enjalmas son paseadas a caballo por nosotros, entre cohetazos y música de la banda y de los wakawak’ras que tocan los indios. ¡Viera usted! Al toro bravo se le cose la enjalma en el lomo, comenzando del morrillo. Por la enjalma los indios se alocan, entran por tropas para arrancar la enjalma. ¡Y eso es de ver, señor subprefecto! Porque los indios son también como fieras…

    —¡Caramba! Pero debe ser fuerte eso.

    —¡Es pistonudo!

    —Pero yo no creí que fuera tan salvaje. Ya lo veremos. Sólo que quizá no es muy cristiano eso…

    —No diga, señor subprefecto; su antecesor era limeño de pura cepa, y gozaba como pagado. Usted perdone, pero como un chancho gozaba. ¡Había que ver!

    —Los guardias civiles también dicen que no han visto algo de más emoción.

    —Sin embargo, yo no estoy de acuerdo con esas salvajadas.

    —¡No diga, mi supre [34] ! Sin corrida el 28 no sería fiesta.

    —No habría nada.

    —¿Y el Tankayllu?

    —¡Ah, mi querido supre! El Tankayllu es un danzante indio que vale.

    —Para el 28 no hay más que la corrida, el Tankayllu y el paseo de antorchas de los escoleros [35] .

    —Pero la corrida es lo fuerte. Lo demás es ñagaza, ripio no más. Sin el turupukllay, el 28 sería como cualquier día.

    —¡Ya estoy viendo a nuestro supre amarillo con la emoción, cuando el K’encho entre, dinamita en mano, contra el Misitu!

    —¡Porque al Misitu lo traen, señor subprefecto! Nuestros indios son resueltos. No crea usted que son como esos indiecitos de otros pueblos. Antes, en otros tiempos, nuestros abuelos tuvieron que pelarse para sujetar a estos indios. ¡Y más de un susto les dieron! Ahora nos llevamos entre bien y mal. ¡Y valen estos cholos!

    —¡Sí, señor!

    —Ya sabe usted que la carretera por donde usted ha venido la abrieron los indios en veintiocho días. La plaza de mercado la levantaron los ayllus en dos meses. Trabajaban como hormigas.

    —¡Y contagian estos indios! Esos días de la faena para el mercado, hasta yo, ocioso por sangre, sentía un cominillo por entrar con ellos.

    —Eso era de ver, señor subprefecto. En la faena son unas fieras, aunque trabajando para los principales se duermen en las chacras.

    —¡Bueno, señor subprefecto! Al Misitu lo traen de las orejas.

    —Y con el Misitu tendremos una corrida como en tiempo de los antiguos.

    —¡Ojalá, señores! Veo que les gustan esas corridas, más que a los chapetes [36] su Joselito y su Belmonte.

    —Depende, señor. Aquí también tenemos nuestros cholazos.

    Al mediodía y al atardecer llegaban los principales que habían salido a las chacras. Algunos se iban derecho a sus casas; otros sabían que a esa hora se podía charlar con el subprefecto en el corredor de su despacho, y se dirigían a la plaza. Cuando estaban en el parquecito, sujetaban las riendas y lucían sus aguilillos, para que vieran los vecinos y la autoridad principal. Desmontaban en la puerta del cuartel y subían a carrera las gradas de la subprefectura. Los que habían llegado se juntaban cada vez más, rodeando al subprefecto.

    —Se llevará usted un recuerdo imperecedero de nuestro pueblo. Esta corrida va ser grande.

    —Ojalá, amigos. Aunque no me gustan mucho las salvajadas.

    —¡Qué hubiera dicho entonces con las corridas de hace veinte años! Cuando se amarraba un cóndor al lomo del toro más bravo, para que rabie más. El toro, picoteado por el cóndor, volteaba indios como si nada. Y después entraban los vecinos a caballo; a rejonazo limpio mataban al toro. Al final de la fiesta se cosían cintas en las alas del cóndor y se le soltaba entre gritos y cantos. El cóndor se elevaba con sus cintas; parecía cometa negra. Meses de meses después, en las alturas, el cóndor ese volaba todavía de nevado a nevado jalando sus cintas.

    —En noviembre, señor subprefecto, encontré yo en el K’arwarasu, un cóndor con sus cintas. ¡Era de ver!

    Los vecinos se arrimaban más. Todos querían decir su parte. Contar algo nuevo.

    —Usted no conoce nuestro gran cerro, señor subprefecto. El Misti de Arequipa es un montoncito de tierra junto a nuestro nevado K’arwarasu. Tiene tres picos de pura nieve. ¿Y por qué será? De la misma nieve salen peñas negras.

    —¡Sí, mi supre! En una de esas peñas estaba el cóndor. Le eché un tiro al aire con mi revólver. Y el animalito se voló de la peña. Por encima de los tres picos se fue, jalando sus cintas. Yo le seguí con la vista, hasta que se enterró en las nubes que siempre hay en el alto del K’arwarasu.

    A veces el subprefecto se cansaba de oírles hablar, hora tras hora, de las corridas, de los toros bravos, de los indios…

    —Señores, iremos a caminar un poco.

    Y bajaba a dar vueltas en el parquecito. De allí se despedía el subprefecto, y visitaba las tiendas de las niñas. Pero también a ellas les gustaba hablar de las corridas y del Tankayllu.

    —¡Diablo! —decía ya, cuando estaba solo—. Tanto me hablan en este pueblo de este indio danzante que ya me están dando ganas de verlo.

    Pero el juez y el capitán jefe provincial, que eran también costeños, le dijeron en confianza:

    —Ese Tankayllu es un indio sucio como todos, pero hace algunas piruetas y llama la atención. En cuanto a la corrida…

    —Es una salvajada, tal cual usted la piensa. Y más es lo que uno asquea de lo que hacen estos indios brutos que lo que uno se distrae.

    Y mientras hablaban las autoridades y los vecinos en el jirón Bolívar y en la plaza de armas; mientras en el billar, en la botica, en los comedores y en las tiendas, recordaban el turupukllay de otros años, en los cuatro barrios, y en los cerros, sonaban los wakawak’ras. Algunas noches, de K’ayau y de Pichk’achuri, se elevaban cohetes de arranque y reventaban en dirección de la calle de los mistis.


V. La circular

    Un miércoles por la mañana, a mediados de julio, el subprefecto hizo llamar al alcalde y a los vecinos notables del pueblo.

    El subprefecto recibió a los vecinos en su despacho. A medida que iban llegando, les mostraba una silla para que se sentaran. Cerca de las once, los vecinos habían ocupado ya todas las sillas y las bancas del despacho. Eran como cincuenta.

    El subprefecto, de espaldas a la mesa, se cuadró con un papel en la mano, y empezó a hablar:

    —Señor alcalde y señores vecinos: tengo que darles una mala noticia. He recibido una circular de la Dirección de Gobierno, prohibiendo las corridas sin diestros. Para ustedes que han hablado tanto de las corridas de este pueblo, es una fatalidad. Pero yo creo que esta prohibición es en bien del país, porque da fin a una costumbre que era un salvajismo, según ustedes mismos me han informado, porque los toros ocasionaban muertos y heridos. Como ustedes se dan cuenta, yo tengo que hacer cumplir esta orden. Y les aviso con tiempo para que contraten a un torero en Lima, si quieren tener corrida en fiestas patrias. La circular será pegada en las esquinas del jirón principal.

    El alcalde miró asustado a los vecinos; los vecinos se levantaron de sus asientos y miraron al subprefecto. No sabían qué decir.

    ¿No haber corrida en la plaza de Pichk’achuri? ¿No haber choclón para que se ocultaran los indios? ¿No haber paseo de enjalmas entre cohetes y música de wakawak’ras, cachimbos y camaretas? ¿No haber dinamitazos para los toros más bravos? ¿Ya no entrarían a la plaza los cholos de Pichk’achuri y K’ayau, con sus ponchos de capa, a parar firmes frente a los toros bravos de K’oñani y K’ellk’ata? Y entonces ¿cómo iba a ser la corrida? ¿Dónde iba a ser?...