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(Piel sagrada)
Q’uñi inticha, cálido sol. En mi extenuación quiero dormir más, tengo el deseo de entrar al mundo onírico abandonando la monotonía agraria.
El valle en el que estoy es un pedregal y el caudal del río que circula, es proporcional a la inspiración que me da su sonido, es decir, exuberante.
Mis cansados ojos, luego de una jornada por la madrugada, merecen estar cerrados otra buena cantidad de tiempo. Siento esa majestuosa calma en mi ojo, empiezo a conciliar el sueño pero… ¡Qué pasa!
¡Impactante! Alguien me pisotea, siento su respiración, su aliento cálido, aprieto su cuerpo, tiene un considerable pelaje y es resistente. La zozobra me invade. Me despego de él y con toda bizarría, recién adquirida, lo enfrento como un verdadero rival.
Puma andino, indómita bestia, vienes dispuesto a matarme, ¡Ll’ocsi saq’ra! Arrojo mi sombrero. La fiera me mira con odio.
Impelo mi poncho al matorral, el puma sigue exacerbado. Debo calmarme.
Brinca hacia mí, lo esquivo y aprovecho para remangarme la camisa; saco un cuchillo que traía para cortar la maleza. El félido nuevamente precipitándose a mi cuello: me derriba, y en ese instante le pateo el pecho, gira nuevamente y se lanza a mi pierna, le apuñado en el lomo. Aún no cae.
Se cuelga de mi brazo, y salta a mi cuello, le hago una incisión en la oreja, intenta arañarme, pero en el forcejeo se sangró una pata. Durante toda la pelea lanzó sus gruñidos ¡El diablo es fuerte! Vuelve a tomar impulso velozmente. Ya me mordió muchas veces. Se cuelga sobre mi espalda, tengo escalofríos. Sorpresivamente le lastimo su muslo con una cuchillada, se detiene a lamer su herida dándole la espalda al rival, grave error ¡Es hora de la estocada final! Le piso el lomo, agarro una piedra muy grande y filosa, y usando toda mi fuerza la colisiono contra su cabeza, la martajo varias veces, ¡Wañui saqra! ¡Déjame en paz! Gime al principio, luego se calla: murió.
Sin darme cuenta el cuerpo del puma ya ni cabeza tenía, yo estaba manchado de sangre, los pedazos de su cráneo se dispersaron y, en un acto de venganza por interrumpir mi sueño, le quito la piel y me la llevo.
Humillado y desollado mi rival, ante sus pulposos músculos y sin cabeza, las piedras ensangrentadas y su corazón en el río. Tengo la impresión que es mediodía y necesito mi recompensa: meto mi mano al río, esperando agarrar algo. Siento un cuerpo, escamoso y muy carnoso. Lo saco inmediatamente: era una trucha, de color rojo grisáceo, y volviendo a meter mi mano tuve la misma suerte, al parecer Dios me premió por matar al diablo. Con el hambre por todos lados, descamo las truchas con sagacidad, luego las lavo en el río.
Al no tener leña para preparar mi comida, deshueso al contumaz felino, limpio sus huesos para evitar el olor y como auténtico artista los ordeno.
Arden los huesos, como al crujir ramas secas luego del otoño, como el corazón humano en plena desdicha.
Hago dorar mi suculento manjar, mientras voy rezando “Yayayku Hanaq pachakunapi kaq…” aceptando, por supuesto, ser un fanático religioso, ya en mi adultez, no tengo miedo al decirlo.
Ese sonido armónico de la fogata, los huesos y la trucha friéndose, llegó a su fin. Ahora las devoro como si no hubiese un mañana. Después apagaré la fogata que armé.
Mientras saboreo esa pulpa en su sabor natural, veo los huesos de mi fallecido contendiente en su más carcomido estado ¡Brinca ahora pumacha! También veo al otro lado del río, unos queñuales que esconden un camino aparentemente apacible y un resplandor saliendo de este.
Sin nada que me importe en el valle y totalmente impertérrito, me dispongo a caminar ese trecho, pensando en la originalidad del patrimonio andino, y recordando mi contienda con ese felino, siento aún su exhalación en mi cuello, pero me calma el follaje de esos esbeltos sauces y robustos queñuales.
No sé a dónde voy, resalto por mi magnánima soledad, pero ¿Qué veo? Un poblador con una cinta en la cabeza, vestido como un hatunruna, del imperio Inca ¡Qué ridículo! Debe vestirse como el indígena actual, bueno, lo dejaré chacchando su coca.
Ahora estoy escuchando algo ¡Oh! ¿Qué es esa melodía? ¿Será acaso el sonido del pututu? ¿Y quién lo toca? Creo que lo veo… pero… Bah ¡Que intolerable! Otro loco vestido de chasqui, qué tendrá, la gente no tiene vergüenza, ni respeto a la cultura inca ¿Por qué se disfrazarán?
Las casas de adobe que veía en el camino, se degradaban a un plomizo ancestral. Y ahora son rocas ¿Llegué a unas ruinas? No lo creo, comienzo a asustarme, quiero detenerme pero no puedo, no siento mis piernas, mi pantalón y mi camisa están desgarrados. Solo tengo el pelaje del puma intacto.
Ya no hay árboles solo piedras bien encajadas: arquitectura perfecta, arquitectura incaica, el ichu se hace abundante, estoy sudando, quiero volver ¡Dios ayúdame! Sacaré mi escapulario ¡Traspasó mi mano! ¡Soy transparente! No siento el cuerpo.
El sol en ese atardecer le da un toque mágico a la tierra, me siento en el incanato ¿Serán ese hatunruna y el chasqui seres reales? Espero estar soñando; sigo avanzando involuntariamente.
Una luz cegadora aparece en el cielo, debajo de ella, un tumulto de gente, entre hatunrunas y vasallos, andan llevando un altar de oro, no miro quién está sentado, solo veo una mano con una vara. Todos me ignoran. Ya pasada la luz, veo cóndores en el cielo y camélidos en la tierra.
Vicuñitas y esbeltas alpacas, díganme a dónde voy, kuntur taytacha ¿Dónde estoy? Miraré mis heridas… ¡No! ¡No! ¿Y mis músculos? ¿Dónde está mi carne? ¡Soy un espíritu! El tegumento felino nuevamente se conserva, mientras mi ropa se mantiene haraposa.
Quiero llorar pero ni fuerzas tengo, ¡Taytacha! ¡Virgencita del Carmen! ¡Virgen de Chapi! ¡Denme sosiego! Veo de pronto nuevamente ese bosque del inicio, ¿Caminé en círculos? Cuando atravieso la foresta, no puedo creer lo que veo…
¡Ahí está mi cuerpo! ¡Y el puma que creía muerto se lo come! Pero ¡Yo gané esa batalla! Grité: ¡Tú debes estar muerto! ¡Yo te maté! ¡Te quité la cabeza! ¡Hice volar tus sesos! Pero ese desatinado animal no escuchaba nada.
Entendí pues, que el que había perdido la reyerta era yo, el puma me había ganado, lo que había visto después de eso, era simplemente utópico, mi transformación: mi paso al otro mundo, el de los muertos, la félida piel que aún llevaba era sagrada porque había pasado la etérea y metafísica dimensión.
Maldiciendo mi destino, con ira en todo el espíritu que tengo, arrojo en este momento la indemne piel del puma al río.
El félido sigue devorando, mi ya irreconocible cuerpo.
¡Imposible! Ahora tiembla la tierra, del río brotan grandes cañas de maíz, se expanden más y más, comienza a sonar una melodía celestial y épica: música andina. El río desaparece. Todo mi alrededor ahora, es un extenso y bello maizal.
Y aquel astro que le daba un toque arcano a la tierra, ahora le da al maíz un brillo áurico y en otros casos un toque broncíneo. De tal manera que en vez de verse cañas y mazorcas, se ven destellos extáticos.
Comienzo a elevarme, creo que llegó el juicio final, el proceso empíreo: rendirle cuentas a Dios.
Seguramente el maizal muestra el poder divino, sacro, y apoteósico.
En pleno ascenso, desde el cielo, veo al puma que termina de engullirse mi cadáver, luego se va corriendo, la música andina que sonó con el maizal finaliza y el silencio se hace predominante, el puma sigue corriendo, comienza a camuflarse, hasta que se pierde en el maizal.
Seudónimo: Misitu CF
Q’uñi inticha, cálido sol. En mi extenuación quiero dormir más, tengo el deseo de entrar al mundo onírico abandonando la monotonía agraria.
El valle en el que estoy es un pedregal y el caudal del río que circula, es proporcional a la inspiración que me da su sonido, es decir, exuberante.
Mis cansados ojos, luego de una jornada por la madrugada, merecen estar cerrados otra buena cantidad de tiempo. Siento esa majestuosa calma en mi ojo, empiezo a conciliar el sueño pero… ¡Qué pasa!
¡Impactante! Alguien me pisotea, siento su respiración, su aliento cálido, aprieto su cuerpo, tiene un considerable pelaje y es resistente. La zozobra me invade. Me despego de él y con toda bizarría, recién adquirida, lo enfrento como un verdadero rival.
Puma andino, indómita bestia, vienes dispuesto a matarme, ¡Ll’ocsi saq’ra! Arrojo mi sombrero. La fiera me mira con odio.
Impelo mi poncho al matorral, el puma sigue exacerbado. Debo calmarme.
Brinca hacia mí, lo esquivo y aprovecho para remangarme la camisa; saco un cuchillo que traía para cortar la maleza. El félido nuevamente precipitándose a mi cuello: me derriba, y en ese instante le pateo el pecho, gira nuevamente y se lanza a mi pierna, le apuñado en el lomo. Aún no cae.
Se cuelga de mi brazo, y salta a mi cuello, le hago una incisión en la oreja, intenta arañarme, pero en el forcejeo se sangró una pata. Durante toda la pelea lanzó sus gruñidos ¡El diablo es fuerte! Vuelve a tomar impulso velozmente. Ya me mordió muchas veces. Se cuelga sobre mi espalda, tengo escalofríos. Sorpresivamente le lastimo su muslo con una cuchillada, se detiene a lamer su herida dándole la espalda al rival, grave error ¡Es hora de la estocada final! Le piso el lomo, agarro una piedra muy grande y filosa, y usando toda mi fuerza la colisiono contra su cabeza, la martajo varias veces, ¡Wañui saqra! ¡Déjame en paz! Gime al principio, luego se calla: murió.
Sin darme cuenta el cuerpo del puma ya ni cabeza tenía, yo estaba manchado de sangre, los pedazos de su cráneo se dispersaron y, en un acto de venganza por interrumpir mi sueño, le quito la piel y me la llevo.
Humillado y desollado mi rival, ante sus pulposos músculos y sin cabeza, las piedras ensangrentadas y su corazón en el río. Tengo la impresión que es mediodía y necesito mi recompensa: meto mi mano al río, esperando agarrar algo. Siento un cuerpo, escamoso y muy carnoso. Lo saco inmediatamente: era una trucha, de color rojo grisáceo, y volviendo a meter mi mano tuve la misma suerte, al parecer Dios me premió por matar al diablo. Con el hambre por todos lados, descamo las truchas con sagacidad, luego las lavo en el río.
Al no tener leña para preparar mi comida, deshueso al contumaz felino, limpio sus huesos para evitar el olor y como auténtico artista los ordeno.
Arden los huesos, como al crujir ramas secas luego del otoño, como el corazón humano en plena desdicha.
Hago dorar mi suculento manjar, mientras voy rezando “Yayayku Hanaq pachakunapi kaq…” aceptando, por supuesto, ser un fanático religioso, ya en mi adultez, no tengo miedo al decirlo.
Ese sonido armónico de la fogata, los huesos y la trucha friéndose, llegó a su fin. Ahora las devoro como si no hubiese un mañana. Después apagaré la fogata que armé.
Mientras saboreo esa pulpa en su sabor natural, veo los huesos de mi fallecido contendiente en su más carcomido estado ¡Brinca ahora pumacha! También veo al otro lado del río, unos queñuales que esconden un camino aparentemente apacible y un resplandor saliendo de este.
Sin nada que me importe en el valle y totalmente impertérrito, me dispongo a caminar ese trecho, pensando en la originalidad del patrimonio andino, y recordando mi contienda con ese felino, siento aún su exhalación en mi cuello, pero me calma el follaje de esos esbeltos sauces y robustos queñuales.
No sé a dónde voy, resalto por mi magnánima soledad, pero ¿Qué veo? Un poblador con una cinta en la cabeza, vestido como un hatunruna, del imperio Inca ¡Qué ridículo! Debe vestirse como el indígena actual, bueno, lo dejaré chacchando su coca.
Ahora estoy escuchando algo ¡Oh! ¿Qué es esa melodía? ¿Será acaso el sonido del pututu? ¿Y quién lo toca? Creo que lo veo… pero… Bah ¡Que intolerable! Otro loco vestido de chasqui, qué tendrá, la gente no tiene vergüenza, ni respeto a la cultura inca ¿Por qué se disfrazarán?
Las casas de adobe que veía en el camino, se degradaban a un plomizo ancestral. Y ahora son rocas ¿Llegué a unas ruinas? No lo creo, comienzo a asustarme, quiero detenerme pero no puedo, no siento mis piernas, mi pantalón y mi camisa están desgarrados. Solo tengo el pelaje del puma intacto.
Ya no hay árboles solo piedras bien encajadas: arquitectura perfecta, arquitectura incaica, el ichu se hace abundante, estoy sudando, quiero volver ¡Dios ayúdame! Sacaré mi escapulario ¡Traspasó mi mano! ¡Soy transparente! No siento el cuerpo.
El sol en ese atardecer le da un toque mágico a la tierra, me siento en el incanato ¿Serán ese hatunruna y el chasqui seres reales? Espero estar soñando; sigo avanzando involuntariamente.
Una luz cegadora aparece en el cielo, debajo de ella, un tumulto de gente, entre hatunrunas y vasallos, andan llevando un altar de oro, no miro quién está sentado, solo veo una mano con una vara. Todos me ignoran. Ya pasada la luz, veo cóndores en el cielo y camélidos en la tierra.
Vicuñitas y esbeltas alpacas, díganme a dónde voy, kuntur taytacha ¿Dónde estoy? Miraré mis heridas… ¡No! ¡No! ¿Y mis músculos? ¿Dónde está mi carne? ¡Soy un espíritu! El tegumento felino nuevamente se conserva, mientras mi ropa se mantiene haraposa.
Quiero llorar pero ni fuerzas tengo, ¡Taytacha! ¡Virgencita del Carmen! ¡Virgen de Chapi! ¡Denme sosiego! Veo de pronto nuevamente ese bosque del inicio, ¿Caminé en círculos? Cuando atravieso la foresta, no puedo creer lo que veo…
¡Ahí está mi cuerpo! ¡Y el puma que creía muerto se lo come! Pero ¡Yo gané esa batalla! Grité: ¡Tú debes estar muerto! ¡Yo te maté! ¡Te quité la cabeza! ¡Hice volar tus sesos! Pero ese desatinado animal no escuchaba nada.
Entendí pues, que el que había perdido la reyerta era yo, el puma me había ganado, lo que había visto después de eso, era simplemente utópico, mi transformación: mi paso al otro mundo, el de los muertos, la félida piel que aún llevaba era sagrada porque había pasado la etérea y metafísica dimensión.
Maldiciendo mi destino, con ira en todo el espíritu que tengo, arrojo en este momento la indemne piel del puma al río.
El félido sigue devorando, mi ya irreconocible cuerpo.
¡Imposible! Ahora tiembla la tierra, del río brotan grandes cañas de maíz, se expanden más y más, comienza a sonar una melodía celestial y épica: música andina. El río desaparece. Todo mi alrededor ahora, es un extenso y bello maizal.
Y aquel astro que le daba un toque arcano a la tierra, ahora le da al maíz un brillo áurico y en otros casos un toque broncíneo. De tal manera que en vez de verse cañas y mazorcas, se ven destellos extáticos.
Comienzo a elevarme, creo que llegó el juicio final, el proceso empíreo: rendirle cuentas a Dios.
Seguramente el maizal muestra el poder divino, sacro, y apoteósico.
En pleno ascenso, desde el cielo, veo al puma que termina de engullirse mi cadáver, luego se va corriendo, la música andina que sonó con el maizal finaliza y el silencio se hace predominante, el puma sigue corriendo, comienza a camuflarse, hasta que se pierde en el maizal.
Seudónimo: Misitu CF