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Eran las diez de la noche, el remordimiento me quemaba por dentro al recordar que había discutido con la mujer más terca del mundo, mi madre, y por supuesto, la más hermosa también.
Cuando me recosté sobre el colchón y sobre su gran manta azul, pensé en por que había discutido con la persona que me dio la vida, pero recordé, “Soltar el nido”; entonces giré a mi izquierda sobre mi brazo, miré el cuadro que colgaba desde la parte más alta de mi habitación y sonreí. Recordé cuando mi madre me trajo por primera vez y me dijo que aquí seria mi hogar, y lo fue durante años, veinte años para ser preciso, veinte años y aun recordaba como el olor del chocolate de la navidad inundaba el lugar con su aroma a amor y calidez, y claro, a papel de regalos navideños que me traían los tíos Sosa.
Aquella noche, jugando con la cámara digital antigua del abuelo Frank, tome una foto a mama, una donde sonreía con una taza de café en manos, mientras las luces del pequeño arbolito, la deslumbraban aún más y más hermosa se veía aun. Se la mostré a papa y recuerdo la expresión de un hombre de treinta años enamorado de la diosa más radiante conocida como mamá. Colocamos su magnífica foto en un cuadro con marco de madera amarillo, a ella le encanta el amarillo, el color de los girasoles, su flor favorita; me encantaba entregarle uno de ellos y observar la gran sonrisa que se le formaba en el rostro, solía decirme que era el color de la suerte, porque los girasoles, nunca agachan sus pétalos, más bien, los alzaban orgullosos buscando la luz en sus vidas.
Decidimos poner el cuadro en mi habitación, así cada vez que me despertara, la vería cada mañana y sabría que aunque tuviera un mal día, esa mujer de ahí, me sonreiría pase lo que pase, y con su dulce voz, me cantaría hasta dormir.
Cerré los ojos y en mi mente, en el rincón más oscuro de mis pensamientos, vi a una mujer encender unas velas de mano que tenía sobre una pequeña mesa de madera y decía, que nunca me abandonaría. Abrí mis ojos y mire el cuadro otra vez, pero esta vez, en lugar de sonreír, me senté en el borde de la cama, y enrollando mis dedos unos con otros, apoyé mi frente sobre estos, entonces, lo volví a recordar, después de años, lo volví a ver; las lágrimas empezaron a caer unas con otras a la hermosa alfombra de color carmesí que mi madre eligió para mí.
La volví a ver, ahí estaba parada frente al grifo de aquella gran casa de su jefe, Mr. Blake, lavando prenda por prenda con el invierno ya llegado y con sus manos que apenas podía mover para volver a empezar a fregar algunos de los pantalones con agua llena de detergente y lágrimas. Giro y me dedicó una sonrisa, esa fue la sonrisa más falsa que alguien me pudo compartir, entonces, tome uno de los baldes que estaban en el suelo, arroje un chorro de agua con detergente y sumergí un calcetín negro, definitivamente, el agua se encontraba fría, y sin importarme el hecho de que pudiera enfermar, comencé a fregar la diminuta prenda hasta terminar junto a mama; después de ello, ella me compro un gran y delicioso helado de fresa; puedo decir, que a la edad de seis años, ya me había convertido en un gran hombre que sabía lavar, aunque dejando algunas manchas, hice lo que mi padre jamás pudo hacer, apoyar a mamá; jamás la dejaría sola, hasta en unas semanas, donde me iría a la universidad de Cambridge, y mamá, ya no tendría más a su pequeño lavador de cabello rizado.
Me dispuse a levantarme de la cama, secarme las lágrimas e ir en busca de mi adorada princesa; bajando las escaleras, camine hasta la sala, la luz de la luna mostraba un rayito de claridad y en el gran sofá de channel, una pequeña cabeza se asomaba a mi vista, era ella.
Caminé más rápido con una gran sonrisa en el rostro, tenía que decirle que la amaba, yo también amaba a los girasoles, y ella, era el girasol más hermoso qué había en el jardín, pero ya era demasiado tarde, sus ojos abiertos deslumbraban inundando de luz la pequeña oscuridad de aquella habitación, donde una vez, a los seis, después de comer el helado, nos dijimos te amo por primera y última vez, ella, ya se había marchitado, mi pequeño mirabel ya jamás despertaría, al final, ella hizo lo que hacen siempre los girasoles, ella buscó la luz.
Seudónimo: Tornabell
Cuando me recosté sobre el colchón y sobre su gran manta azul, pensé en por que había discutido con la persona que me dio la vida, pero recordé, “Soltar el nido”; entonces giré a mi izquierda sobre mi brazo, miré el cuadro que colgaba desde la parte más alta de mi habitación y sonreí. Recordé cuando mi madre me trajo por primera vez y me dijo que aquí seria mi hogar, y lo fue durante años, veinte años para ser preciso, veinte años y aun recordaba como el olor del chocolate de la navidad inundaba el lugar con su aroma a amor y calidez, y claro, a papel de regalos navideños que me traían los tíos Sosa.
Aquella noche, jugando con la cámara digital antigua del abuelo Frank, tome una foto a mama, una donde sonreía con una taza de café en manos, mientras las luces del pequeño arbolito, la deslumbraban aún más y más hermosa se veía aun. Se la mostré a papa y recuerdo la expresión de un hombre de treinta años enamorado de la diosa más radiante conocida como mamá. Colocamos su magnífica foto en un cuadro con marco de madera amarillo, a ella le encanta el amarillo, el color de los girasoles, su flor favorita; me encantaba entregarle uno de ellos y observar la gran sonrisa que se le formaba en el rostro, solía decirme que era el color de la suerte, porque los girasoles, nunca agachan sus pétalos, más bien, los alzaban orgullosos buscando la luz en sus vidas.
Decidimos poner el cuadro en mi habitación, así cada vez que me despertara, la vería cada mañana y sabría que aunque tuviera un mal día, esa mujer de ahí, me sonreiría pase lo que pase, y con su dulce voz, me cantaría hasta dormir.
Cerré los ojos y en mi mente, en el rincón más oscuro de mis pensamientos, vi a una mujer encender unas velas de mano que tenía sobre una pequeña mesa de madera y decía, que nunca me abandonaría. Abrí mis ojos y mire el cuadro otra vez, pero esta vez, en lugar de sonreír, me senté en el borde de la cama, y enrollando mis dedos unos con otros, apoyé mi frente sobre estos, entonces, lo volví a recordar, después de años, lo volví a ver; las lágrimas empezaron a caer unas con otras a la hermosa alfombra de color carmesí que mi madre eligió para mí.
La volví a ver, ahí estaba parada frente al grifo de aquella gran casa de su jefe, Mr. Blake, lavando prenda por prenda con el invierno ya llegado y con sus manos que apenas podía mover para volver a empezar a fregar algunos de los pantalones con agua llena de detergente y lágrimas. Giro y me dedicó una sonrisa, esa fue la sonrisa más falsa que alguien me pudo compartir, entonces, tome uno de los baldes que estaban en el suelo, arroje un chorro de agua con detergente y sumergí un calcetín negro, definitivamente, el agua se encontraba fría, y sin importarme el hecho de que pudiera enfermar, comencé a fregar la diminuta prenda hasta terminar junto a mama; después de ello, ella me compro un gran y delicioso helado de fresa; puedo decir, que a la edad de seis años, ya me había convertido en un gran hombre que sabía lavar, aunque dejando algunas manchas, hice lo que mi padre jamás pudo hacer, apoyar a mamá; jamás la dejaría sola, hasta en unas semanas, donde me iría a la universidad de Cambridge, y mamá, ya no tendría más a su pequeño lavador de cabello rizado.
Me dispuse a levantarme de la cama, secarme las lágrimas e ir en busca de mi adorada princesa; bajando las escaleras, camine hasta la sala, la luz de la luna mostraba un rayito de claridad y en el gran sofá de channel, una pequeña cabeza se asomaba a mi vista, era ella.
Caminé más rápido con una gran sonrisa en el rostro, tenía que decirle que la amaba, yo también amaba a los girasoles, y ella, era el girasol más hermoso qué había en el jardín, pero ya era demasiado tarde, sus ojos abiertos deslumbraban inundando de luz la pequeña oscuridad de aquella habitación, donde una vez, a los seis, después de comer el helado, nos dijimos te amo por primera y última vez, ella, ya se había marchitado, mi pequeño mirabel ya jamás despertaría, al final, ella hizo lo que hacen siempre los girasoles, ella buscó la luz.
Seudónimo: Tornabell