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En los meses de intensa lluvia, los animales del ande frío, se encuentran casi siempre escondida con la tupida neblina, entre las grandes sabanas verdes, lagunas de hondonada azul y los tremendos prominencias que siempre se fijan casi de todos los movimientos que realizan las vecindades que vegetan en el lugar. Mikita, que se conocía con el nombre de cariño, vivía en una pequeña chocita, era una verdadera covachita hecha de piedras y el ichu. El señor poseedor cóndor, soberano de las alturas, cómo máximo gobernante, su mirada también estaba siempre atento a todo lo que acontecía de día a día, que por supuesto a veces daba con una galante mirada con nuestra personaje, posado sobre una enorme roca, desplegando de rato en rato sus enormes alas, acicalándose el pico en el filo de una piedra.
Mikita era una moza bien formada, coqueta y hermosa, de cabellos negros de trenzas gruesas y largas, de ojos negros, por lo que, no sólo el cóndor atento con ella sino también muchos mozuelos estaban con los ojos puestos en ella, se dedicaba a pastar todos los días sus obedientes y mansas ovejas; en algunas ocasiones estaba siempre acompañada de su madre, pero por circunstancia del trabajo agrícola en el pueblo, esta vez lo habían dejado de acompañarla. Becerro.
Cada día alguien lo observaba irguiendo su alargado esbelto cuello de una ladera del cerro. Esta vez era la señora vicuña, como siempre con su caminar de elegancia, donaire, muy soberbio y ufano ostentando su finísima lana color oro, entreabrió los ojos y le habló con voz melodiosa:
—¿Niñay, por qué estas solita? ¿No tienes miedo a nuestro padre Apu Sallkayllu, al señor cóndor, al puma y al zorro?
—¡No! —respondió avivadamente— Gracias de todos modos —decía Micaela.
Al enterarse de su soledad, también el señor zorro disipó dar una vuelta por los rediles de su establo, relamiéndose el puntiagudo hocico, pero se dio cuenta que habían allí unos perros vigilantes y decidió abandonarlos pensando:
—En los andes existen muchos alpacas, llamas venados, cuyas carnes son muy suculentos. ¡Allí está la solución!
Un día cualquiera, en esos días del olvido de su padre y madre, en la soledad de los cerros y de la puna, donde la llovizna, el frío y la yermo te agitan, Mikaela se acercó a la orilla de una laguna encantada, a higienizar un poco de ropaje, en eso ¿saahhhh! de repente apareció un hermoso becerrito del medio de los queñuales. Apenas pudo balbucear algunas palabras la Mikaela de la sorpresa, era un pequeño animal de piel brillante, se le acercó, empezó a encariñarse y a rozar su mano; el becerrito luego mugió muy fuerte y le dijo: viviré contigo, me alimentarás y juntos estaremos siempre; desde ese día le seguía por todas partes y Micaelita ya no estaba sola.
Pasaron días, varios días, se había apegado con el becerrito. Pero un día cualquiera, al amanecer no encontró al animalito y salió a buscar por el camino a la laguna encantada. Lo encontró y le dijo casi llorando.
—¡Ay, mi torito! ¿Dónde te has ido? ¿Por qué te has ido?
Y el becerrito le habló tiernamente.
—Hasta hoy nomás te hice compañía, Tengo que regresar, mis padres me llaman y además también tuyos llegarán por ti mañana, pero diariamente nos encontraremos en aquel lugar de muchos pedruscos amontonadas.
Al despedirse se puso a llorar y de tanto llorar se había quedado dormido, al despertarse sintió que nada le faltaba, solo que empezaba abultar algo en ella, ella no sabía por qué. Entonces empezó a fajarse con unos chumpis que se puso debajo de sus multicolores polleras. Cuando ella salía a realizar su faena diaria de pastar sus ovejas y sus alpacas casi siempre permanecía junto a ella como si alguien hubiese juntado sigilosamente.
Una mañana, muy al amanecer, cuando aún no había luz de aurora, sus taitas de la muchacha, de la manera inesperada llegaron trayendo provisiones de maíz, cancha, molidos y harta comida. Ella se encontraba sorprendida al vez se sentía alegría en el fondo de su corazón y a la vez triste. Tan pronto se dieron cuenta de que Micaela no estaba bien, algo andaba mal. Le preguntaron una tras otra, pero ella sólo se mantuvo en silencio, tenía muchas ganas de contar todo lo que le había acontecido, sobre todo del becerrito, pero se mantuvo, la mamá le dijo:
—¿Estás preñada y quien es el culpable?
Micaela se sintió ofendida por las interrogaciones, porque ella nunca tuvo un acercamiento con ningún hombre. No pudiendo soportar el tormento de sus padres rompió en sollozos llantos.
La madre, preocupada mucho por la situación y enojada estaba por qué no quería decir nada, busca entre sus cosas y debajo de su lecho con pellejos, encontró cáscaras de frutas y de toda clase de dulces, y decía:
—Ahora me va a conocer esta muchachita, de dónde habrá sacado todos estos dulces si en estos lugares no hay ni persona ni tienda para comprar, se preguntaba.
—Oye Mikaelacha ¿Quién te ha traído estos dulces y frutas? —le increpó doña Josefa a su hija.
—Bueno, pues, usté no va creer lo que voy a contarle, mamitay —decía con una mirada aterrorizado, en su intento de explicarle a su madre.
Continúo preguntándole, Mikaela se sintió por poco culpable y no quiso revelar el secreto que tenía por dentro. Entre su mente recordaba lo que le dijo si me necesitas búscame sólo a ese lugar nada más ahí estaré decía su becerrito.
Su madre por el carácter que tenía de no aguantar secretos agarró una cuerda lo pegó. Mikaela agarró su manta de colores, se envalentonó y se fue a ese lugar señalado, mientras sus padres le seguían para tratar de buscar explicaciones. Llegó al lugar señalado por el becerro, a las faldas de aquel cerro, lleno de pedregal, entonces como se fuera una puerta enorme se abrió con un sonido estridente, surcando algunas piedras menudas por la pendiente de aquel lugar. Cuando hubo entrado, la moza, la puerta se había cerrado y se perdieron en las profundidades del cerro Apu Sallkayllu.
Sus taitas, trataron de buscar a ese mismísimo lugar y por todas partes del lugar de su desaparición, lo llamaron por su nombre, lloraron y se arrepintieron profundamente pero nada de nada, su hija ni rastro.
Pasaron muchas horas sin resultado, se perdió como si la tierra se hubiera dado un bocado. Regresaron a su choza, tristemente, lloraron su desgracia y se quedaron dormidos profundamente por el cansancio. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la faldería del cerro Sallkayllu; entre sus sueños de su madre se le apareció su hija y le dice:
—Mamitay, taitituy por qué lloran, amaña waqaychu ñuqamantaqa, chai chinkaikusqay salla salla qatallatam wataman kunanta hina hamunkichik, chaipin tupanakunsunchik, suyasaykim chayllapi, le decía.
Al despertar al día siguiente, cuando el rey de los astros todavía no daba sus resplandecientes rayos, antes del canto de las aves matutinas, se levantaron muy de madrugada y nuevamente fueron a buscar al lugar donde desapareció y no encontraron nada. Lloraron nuevamente y se abrazaron, levantaron sus vistas al cielo, pidiendo a los apus que le cuide a su hija.
Pasado el tiempo, después de un año, llegada el día, acuden muy apresuradamente llegando al pie de aquel cerro, junto a la laguna de imponente majestuosidad, otra vez al lugar donde desapareció su única hija y al llegar al lugar sintieron un profundo silencio, sólo el viento silbaba emparentados con el ichu, cuando en eso, como por encanto se abrió la puerta de par en par con un sonido tan igual. Al ingresar se maravillaron y quedaron pasmados por la belleza como de un palacio de lujo, lleno de adornos de oro puro, sus paredes y pisos estaba bañada de oro, resplandecía todo su interior. Avanzaron poco a poco su caminar sigilosamente, donde sus ojos abrieron enormemente al ver sentada al que buscaban en una enorme silla de adornos de purpura y finos telas de oro, su hija embarazada notablemente, quiso correr y abrazarlo, pero no lo permitieron ni siquiera tocarla, ahí estaba una vieja de cabellos blancos con estruendo vestido que nunca habrían comprado ni con todas sus ganados; estaba también un joven blanco apuesto que nunca se movió del lado de su niña encinta. Su taita quería saber de todo, explicarse del por qué todo esto, por un momento pensó que era sólo un sueño nada más, pero era cierto, la conversaron se centró en conocerse. Le contó que cómo había conocido a su amante joven convertido en becerro, lloraron y le decía que no podía irse con sus padres y más bien el prendado joven presentó a su madre a aquella señora de cabellos blancos, tenían muchos sirvientes, todos ellos altos, esbeltos muchachos blancos. La magnánima madre del joven pretendiente, ordenó a que trajeran copiosos viandas, dulces, los mejores guisados y la mejor chicha de jora que en toda su vida había probado los taitas. Esa noche, los padres de Mikaela, comieron y bebieron todo hasta empacharse y embriagarse, ya no se acordaban de nada.
Al despertar, a la mañana siguiente, se encontraban cubierto por las sábanas del calor del sol radiante, estaban tendidos sobre el suelo, encima de unas piedras de aquel cerro, no se explicaban cómo llegaron hasta ahí a ese lugar, al darse cuenta si miraron sus caras sin expresar palabra alguno, no había nadie, ni aquel palacio de oro, ni los banquetes, ni su hija. Al lado de ellos estaba atado una vaquita muy hermosa y una ovejita. Sólo recordaban que les había regalado esa noche. Se levantaron y se fueron llevando sus regalos y desde ese momento nunca más volvieron a ver a su hija, dicen que el cerro Apu Sallkayllu se llevó a su hija. Años más tarde se convirtieron en una familia más acomodada porque aumentaron en cifra sus ganados mucho más de los habitantes del pueblo.
Seudónimo: Luz Abelardina
Mikita era una moza bien formada, coqueta y hermosa, de cabellos negros de trenzas gruesas y largas, de ojos negros, por lo que, no sólo el cóndor atento con ella sino también muchos mozuelos estaban con los ojos puestos en ella, se dedicaba a pastar todos los días sus obedientes y mansas ovejas; en algunas ocasiones estaba siempre acompañada de su madre, pero por circunstancia del trabajo agrícola en el pueblo, esta vez lo habían dejado de acompañarla. Becerro.
Cada día alguien lo observaba irguiendo su alargado esbelto cuello de una ladera del cerro. Esta vez era la señora vicuña, como siempre con su caminar de elegancia, donaire, muy soberbio y ufano ostentando su finísima lana color oro, entreabrió los ojos y le habló con voz melodiosa:
—¿Niñay, por qué estas solita? ¿No tienes miedo a nuestro padre Apu Sallkayllu, al señor cóndor, al puma y al zorro?
—¡No! —respondió avivadamente— Gracias de todos modos —decía Micaela.
Al enterarse de su soledad, también el señor zorro disipó dar una vuelta por los rediles de su establo, relamiéndose el puntiagudo hocico, pero se dio cuenta que habían allí unos perros vigilantes y decidió abandonarlos pensando:
—En los andes existen muchos alpacas, llamas venados, cuyas carnes son muy suculentos. ¡Allí está la solución!
Un día cualquiera, en esos días del olvido de su padre y madre, en la soledad de los cerros y de la puna, donde la llovizna, el frío y la yermo te agitan, Mikaela se acercó a la orilla de una laguna encantada, a higienizar un poco de ropaje, en eso ¿saahhhh! de repente apareció un hermoso becerrito del medio de los queñuales. Apenas pudo balbucear algunas palabras la Mikaela de la sorpresa, era un pequeño animal de piel brillante, se le acercó, empezó a encariñarse y a rozar su mano; el becerrito luego mugió muy fuerte y le dijo: viviré contigo, me alimentarás y juntos estaremos siempre; desde ese día le seguía por todas partes y Micaelita ya no estaba sola.
Pasaron días, varios días, se había apegado con el becerrito. Pero un día cualquiera, al amanecer no encontró al animalito y salió a buscar por el camino a la laguna encantada. Lo encontró y le dijo casi llorando.
—¡Ay, mi torito! ¿Dónde te has ido? ¿Por qué te has ido?
Y el becerrito le habló tiernamente.
—Hasta hoy nomás te hice compañía, Tengo que regresar, mis padres me llaman y además también tuyos llegarán por ti mañana, pero diariamente nos encontraremos en aquel lugar de muchos pedruscos amontonadas.
Al despedirse se puso a llorar y de tanto llorar se había quedado dormido, al despertarse sintió que nada le faltaba, solo que empezaba abultar algo en ella, ella no sabía por qué. Entonces empezó a fajarse con unos chumpis que se puso debajo de sus multicolores polleras. Cuando ella salía a realizar su faena diaria de pastar sus ovejas y sus alpacas casi siempre permanecía junto a ella como si alguien hubiese juntado sigilosamente.
Una mañana, muy al amanecer, cuando aún no había luz de aurora, sus taitas de la muchacha, de la manera inesperada llegaron trayendo provisiones de maíz, cancha, molidos y harta comida. Ella se encontraba sorprendida al vez se sentía alegría en el fondo de su corazón y a la vez triste. Tan pronto se dieron cuenta de que Micaela no estaba bien, algo andaba mal. Le preguntaron una tras otra, pero ella sólo se mantuvo en silencio, tenía muchas ganas de contar todo lo que le había acontecido, sobre todo del becerrito, pero se mantuvo, la mamá le dijo:
—¿Estás preñada y quien es el culpable?
Micaela se sintió ofendida por las interrogaciones, porque ella nunca tuvo un acercamiento con ningún hombre. No pudiendo soportar el tormento de sus padres rompió en sollozos llantos.
La madre, preocupada mucho por la situación y enojada estaba por qué no quería decir nada, busca entre sus cosas y debajo de su lecho con pellejos, encontró cáscaras de frutas y de toda clase de dulces, y decía:
—Ahora me va a conocer esta muchachita, de dónde habrá sacado todos estos dulces si en estos lugares no hay ni persona ni tienda para comprar, se preguntaba.
—Oye Mikaelacha ¿Quién te ha traído estos dulces y frutas? —le increpó doña Josefa a su hija.
—Bueno, pues, usté no va creer lo que voy a contarle, mamitay —decía con una mirada aterrorizado, en su intento de explicarle a su madre.
Continúo preguntándole, Mikaela se sintió por poco culpable y no quiso revelar el secreto que tenía por dentro. Entre su mente recordaba lo que le dijo si me necesitas búscame sólo a ese lugar nada más ahí estaré decía su becerrito.
Su madre por el carácter que tenía de no aguantar secretos agarró una cuerda lo pegó. Mikaela agarró su manta de colores, se envalentonó y se fue a ese lugar señalado, mientras sus padres le seguían para tratar de buscar explicaciones. Llegó al lugar señalado por el becerro, a las faldas de aquel cerro, lleno de pedregal, entonces como se fuera una puerta enorme se abrió con un sonido estridente, surcando algunas piedras menudas por la pendiente de aquel lugar. Cuando hubo entrado, la moza, la puerta se había cerrado y se perdieron en las profundidades del cerro Apu Sallkayllu.
Sus taitas, trataron de buscar a ese mismísimo lugar y por todas partes del lugar de su desaparición, lo llamaron por su nombre, lloraron y se arrepintieron profundamente pero nada de nada, su hija ni rastro.
Pasaron muchas horas sin resultado, se perdió como si la tierra se hubiera dado un bocado. Regresaron a su choza, tristemente, lloraron su desgracia y se quedaron dormidos profundamente por el cansancio. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la faldería del cerro Sallkayllu; entre sus sueños de su madre se le apareció su hija y le dice:
—Mamitay, taitituy por qué lloran, amaña waqaychu ñuqamantaqa, chai chinkaikusqay salla salla qatallatam wataman kunanta hina hamunkichik, chaipin tupanakunsunchik, suyasaykim chayllapi, le decía.
Al despertar al día siguiente, cuando el rey de los astros todavía no daba sus resplandecientes rayos, antes del canto de las aves matutinas, se levantaron muy de madrugada y nuevamente fueron a buscar al lugar donde desapareció y no encontraron nada. Lloraron nuevamente y se abrazaron, levantaron sus vistas al cielo, pidiendo a los apus que le cuide a su hija.
Pasado el tiempo, después de un año, llegada el día, acuden muy apresuradamente llegando al pie de aquel cerro, junto a la laguna de imponente majestuosidad, otra vez al lugar donde desapareció su única hija y al llegar al lugar sintieron un profundo silencio, sólo el viento silbaba emparentados con el ichu, cuando en eso, como por encanto se abrió la puerta de par en par con un sonido tan igual. Al ingresar se maravillaron y quedaron pasmados por la belleza como de un palacio de lujo, lleno de adornos de oro puro, sus paredes y pisos estaba bañada de oro, resplandecía todo su interior. Avanzaron poco a poco su caminar sigilosamente, donde sus ojos abrieron enormemente al ver sentada al que buscaban en una enorme silla de adornos de purpura y finos telas de oro, su hija embarazada notablemente, quiso correr y abrazarlo, pero no lo permitieron ni siquiera tocarla, ahí estaba una vieja de cabellos blancos con estruendo vestido que nunca habrían comprado ni con todas sus ganados; estaba también un joven blanco apuesto que nunca se movió del lado de su niña encinta. Su taita quería saber de todo, explicarse del por qué todo esto, por un momento pensó que era sólo un sueño nada más, pero era cierto, la conversaron se centró en conocerse. Le contó que cómo había conocido a su amante joven convertido en becerro, lloraron y le decía que no podía irse con sus padres y más bien el prendado joven presentó a su madre a aquella señora de cabellos blancos, tenían muchos sirvientes, todos ellos altos, esbeltos muchachos blancos. La magnánima madre del joven pretendiente, ordenó a que trajeran copiosos viandas, dulces, los mejores guisados y la mejor chicha de jora que en toda su vida había probado los taitas. Esa noche, los padres de Mikaela, comieron y bebieron todo hasta empacharse y embriagarse, ya no se acordaban de nada.
Al despertar, a la mañana siguiente, se encontraban cubierto por las sábanas del calor del sol radiante, estaban tendidos sobre el suelo, encima de unas piedras de aquel cerro, no se explicaban cómo llegaron hasta ahí a ese lugar, al darse cuenta si miraron sus caras sin expresar palabra alguno, no había nadie, ni aquel palacio de oro, ni los banquetes, ni su hija. Al lado de ellos estaba atado una vaquita muy hermosa y una ovejita. Sólo recordaban que les había regalado esa noche. Se levantaron y se fueron llevando sus regalos y desde ese momento nunca más volvieron a ver a su hija, dicen que el cerro Apu Sallkayllu se llevó a su hija. Años más tarde se convirtieron en una familia más acomodada porque aumentaron en cifra sus ganados mucho más de los habitantes del pueblo.
Seudónimo: Luz Abelardina