BREVE REENCUENTRO CON LA VIDA
(Daniela Curie Reinoso)
[Colegio Stanford-Arequipa 2016]
—No, no es posible. Doctor, dígame que no es cierto.
Pude escuchar la voz de mi madre a través de la puerta. Me habían detectado un abultamiento en la parte lateral de mi rodilla derecha. Hoy nos entregaban los resultados de los análisis.
—Señora, cálmese. Ahora todo dependerá de Ud. tenga valor. Serénese.
Aún escuchaba al doctor y los sollozos de mi madre. Me senté lo más lejos de la puerta. Encendí mi celular y me coloqué los audífonos. Al poco tempo mi madre salió. Se había enjugado el llanto y me sonreía…
—Hijita…
—¿Qué pasó mamá?
—Surgió un problema, pero no es tan grave. Encontraron células cancerígenas en el tumor.
—Mamá ¿Cáncer?
Sabía, a mis cortos doce años, que el cáncer es una de las enfermedades que ha cobrado más víctimas en el mundo.
—Puede tratarse —dijo mi madre— Está localizado. Extraerán el tumor y te aplicarán quimioterapia. Veraz que todo saldrá bien.
Ella fingía, pero sus ojos delataban su pesar. Sentí miedo, no obstante, intenté ocultarlo.
La operación se programó para el siguiente mes. Luego vinieron una serie de análisis y dietas.
Por fin llegó el día. Me llevaron al quirófano, sentí tanto frío. No solo por la baja temperatura del lugar sino por el miedo intenso que envolvía mi corazón.
La operación duró dos horas. Al despertar, en el pabellón de cuidados intensivos solo podía sentir náuseas, mareos y dolor, mucho dolor…
Los días siguientes transcurrieron entre inyecciones medicamentos y la quimioterapia. Era espantosa, me pasaba horas vomitando. Ya ni podía verme en el espejo, mi piel lucía pálida y mis ojos hundidos. Mi cabello empezó a caer.
Al término de un mes me dieron de alta, pude volver a casa; pero regresé cada mes por la quimioterapia. Dejé de asistir al colegio y me quedaba días en cama sin fuerzas para levantarme.
Mi madre adelgazaba a la par. Sus ojos lucían hundidos por una profunda tristeza que intentaba ocultar. Ello provocaba en mí un dolor aún más agudo.
Poco a poco fui mejorando. Hasta que en una de las visitas al médico. Este nos dio la gran noticia. El cáncer había sido eliminado.
Fue un día de júbilo, mi madre y yo salimos a la calle con un sentimiento de libertad, hasta el aire parecía ser más liviano y el mundo jamás me había parecido tan bello.
Regresé al colegio. Mi madre regresó a sus ocupaciones diarias. Solo nos teníamos ella y yo, desde que mi padre nos había abandonado. Era tan pequeña cuando se fue, que ni siquiera lo recordaba. Ni me importaba su ausencia. Amaba a mi madre y solo eso bastaba. Nos teníamos una a la otra.
—Despierta, despierta —decía alterada, mi inseparable amiga del colegio— Me encontraba en el patio principal, había sufrido un desmayo. Fui llevada a enfermería y llamaron a mi madre.
Habían transcurrido ya tres años de la operación y este percance no lo consideré de cuidado.
Aquella misma noche, al darme un baño, lo noté. Un abultamiento bajo el brazo, cercano al seno derecho. Lancé un grito.
—¡Mamá!
Ella acudió aprisa.
—¿Qué pasó?
Tiré la toalla mostrándole. Mi madre me abrazó con los ojos llenos de lágrimas y la voz entrecortada — todo estará bien.
Al día siguiente, fuimos a consulta. Luego siguieron los análisis, y más análisis, el temor, la expectativa de los resultados, mis malos presentimientos…
Por fin, el médico revisó los análisis y demás pruebas. Nos citó una mañana de cielo nublado, como el sentir de nuestros corazones. Yo presagiaba lo peor… era un presentimiento que se arraigó en mi corazón desde el día del desmayo.
—Buenos días doctor —saludó mi madre— Yo apenas si pude sonreír débilmente
—Necesito que guarden la calma en todo momento. No son buenas noticias.
—Disculpe doctor, me duele fuertemente la cabeza. Y dirigiéndose a mí
—Cómprame unas pastillas para la migraña. Aquí cerca hay una farmacia.
Me ofreció un billete.
—Apúrate —agregó.
Yo quería estar presente, pero obedecí. Cuando regresé la puerta estaba cerrada y tuve que esperar varios minutos aún afuera. Sentía una gran ansiedad y ese temor me apretaba la garganta.
Salió por fin mi madre. Le pedí todo tipo de explicaciones. Sólo dijo:
—Espera, hablaremos en casa.
Allí, me explicó que el cáncer había regresado y que volveríamos al tratamiento inicial, aquel que aún no había acabado de olvidar. Que deberíamos ser valientes para afrontarlo.
Empezó todo de nuevo, agujas, medicinas, dolor. Esta vez no iban a operarme ¿Por qué? Ignoraba la razón. Las medicinas eran cada vez más agresivas y me dejaban casi inconsciente. Mis visitas al hospital eran semanales y no mensuales como antes.
Mi madre compartía sus días entre el trabajo, mis cuidados y visitas al hospital. Creo que ni siquiera dormía por las noches.
Un día desperté muy tarde por la mañana, mamá había ido al trabajo. Sentía mucho dolor; fui a su habitación a buscar unas pastillas que el médico había indicado. Fue cuando vi los resultados. El cáncer había hecho metástasis. Lo tenía generalizado. Era un cáncer terminal.
Me sujeté de la mesa de noche; todo me daba vueltas. Sabía que me encontraba muy mal; pero, ignoraba que sin esperanza de vida.
Reconté los días pasados. La actitud de mi madre, sus ojos, su voz, su amor… había decidido ser fuerte. No sé de dónde sacó tal fortaleza. No volví a ver una sola de sus lágrimas sólo sonrisas y amor. Me di cuenta de que ella estaba muriendo día a día conmigo.
Sentí un miedo profundo…
—¿Cómo sería la muerte? ¿Dolería? —pensaba.
De pronto, un pensamiento me aterrorizó.
—¡Dejaré sola a mi madre! Ella solo me tiene a mí —lloré con una gran desesperación, sentía que hasta el alma a me dolía.
Decidí ser tan fuerte como ella. Decidí no dolerle más. Decidí cuidar de ella hasta el día de mi muerte.
Haciendo acopio de las pocas fuerzas que me quedaban fui a darme un baño. Me puse un vestido lindo y hasta brillo labial. Me senté en la sala, con un libro en la mano, a esperarla.
No tardó en llegar. Me miró sorprendida y feliz. Tal vez una chispa de esperanza pasó por su mente. Ese día entonamos canciones y reímos mucho.
Los siguientes días fueron similares, yo luchaba por hacerla feliz y ella a mí. Aunque estábamos muriendo lentamente.
Empecé a usar unas gorritas que me compró mamá. Eran lindas, y así podía cubrir mi cabeza y disimular que mi cabello se estaba cayendo a mechones.
Desde entonces nunca dejé de sonreír, aunque no podía evitar sentir temor de abandonarla.
Los días cada vez eran más duros de afrontar, la quimioterapia era mucho peor. El dolor y malestar eran insoportables.
Una mañana timbró el teléfono, yo salía del baño limpiando mi boca de los vómitos. Era un hombre que preguntaba por mamá. Tenía la voz entrecortada y sabía mi nombre. No le di importancia y le dije que la llamara por la noche.
Esa noche volvió a llamar, noté a mi madre preocupada y absorta ¿Quién era? ¿Qué le dijo? No lo supe.
Días después mi madre dijo que tendríamos visita. Me aclaró.
—Es tu padre, quiere verte —dijo secamente— pero sólo si tú quieres.
Me quedé pensando. Tenía casi quince años. Ni siquiera lo recordaba. Sabía bien que moría día a día ¿Para qué querría verlo?
De pronto sentí curiosidad.
—Está bien mamá, lo recibiré —dije con indiferencia.
Esa noche estuvo en casa. Se acercó, me abrazó y lloró. Sentí cierta lástima por él. Intentó justificar su ausencia. Le dije que no me interesaba oírlo.
—¿Qué hace aquí? —pregunté.
—Soy médico, me reasignaron hace un mes al hospital oncológico. Accidentalmente tuve acceso a tu historia clínica.
—Bien —contesté.
—¡Perdóname! ¡Por favor! —dijo en un susurro. Su dolor parecía sincero.
Permití que siguiera visitándome, solía contarme anécdotas y traía regalos que usualmente eran de mi agrado.
Mi mamá regresó un día con un folleto en la mano, se trataba de eventos quinceañeros. Sonreía.
—¿Qué estás insinuando mamá?
—Pronto serás una señorita, tenemos que celebrar —sus ojos tenían chispitas de felicidad.
Recordé que ella ignoraba que yo sabía la verdad. Un cáncer terminal. Me sentí contagiada de su entusiasmo; quise hacerla feliz. Qué más podía ofrecerle.
—Muy bien mamá celebremos.
Nos embarcamos en una aventura casi infantil y empezamos los preparativos. Claro, sólo cuando podía levantarme. Un hermoso salón, los vestidos, los zapatos, las invitaciones…
De pronto empecé a sentirme viva. Era como si un aliento de vida impregnara cada uno de los rincones de la casa. Me daba gusto imaginar que volvería a ver a mis amigas. A quienes no les permití me visitaran. Ahora las tendría a mi lado, bailaríamos, reiríamos, todo sería como antes.
Cada día, cada hora de esta aventura era la vida, la felicidad misma. Mamá y yo no parábamos de reír y de hacer planes. Incluso podíamos bromear con aquel señor que se decía mi padre, y que ya no se separaba de nosotras.
Llegó el gran día, vino un estilista a prepararme, el maquillaje que cubriría perfectamente mis ojeras y aquella peluca divina de cabello natural, que me consiguió mamá. Todo quedó perfecto, hermoso.
No sé cómo tuve fuerzas para reír y bailar durante toda la noche. Mis amigas hacían planes para recuperar el tiempo perdido.
Brindé con mamá y también con mi padre, a quien ya había perdonado.
—¡Te amo mamá! Tú has sido mi ángel en la tierra. Yo seré tu ángel en el cielo —susurré a su oído mientras la abrazaba.
Ella lo entendió todo
—¿Cuándo? —preguntó.
—Lo supe desde un inicio…
Me abrazó fuertemente, un abrazo infinito, un abrazo eterno, un abrazo de amor.
Al día siguiente, mamá entró a mi habitación como cada mañana.
No desperté nunca más…
“Decidimos vivir, y lo hicimos, hasta el día de mi muerte”.
Seudónimo: Misterioso Panda