Material para el docente [-- LEER MÁS --]
—Toma —me dijo él—. Es de cuero de chancho.
Cuando cumplí diez años, mi padre por fin me regaló una pelota de fútbol. Parecía torpemente barnizada y los colores de sus paños me resultaban algo chocantes. Sin embargo, mi alegría no cabía en la alcoba.
Estuve tentado de hacer un par de piques para probar su peso y calidad, pero él me había prohibido, de manera tajante, «patear cualquier objeto dentro de la casa».
—La compré en la tienda del viejo Melquiades —informó con una sonrisa complaciente, que era muy rara en mi progenitor—. ¿La conoces, no? Queda casi llegando al puente Bolognesi.
—Voy al parque —dije, entusiasmado—, se la tengo que mostrar a mis amigos.
—No te vayas a quedar hasta muy tarde —me ordenó levantando la voz—. Y cuidado de que no se caiga al río…
Vivíamos en La Arboleda, debajo del puente de fierro, diseñado en el siglo XIX por el mismo Eiffel de la torre de París, con acero traído en barcos desde el lejano Detroit norteamericano. En alguna ocasión quisimos retar a esa bestia que se alargaba por la campiña, atravesando el río Chili, y disparamos el balón hacia el cielo, intentando hacerlo pasar por encima de su estructura: ¡éramos una patota pelotera! El fútbol absorbía buena parte de nuestras vidas y de nuestros sueños (de ser futbolistas, por supuesto).
—¡Miren lo que me regaló mi viejo! —les dije a Tony, Martín, los hermanos López, Julián y al resto de mis compinches.
—Está en algo —comentó el Ñato Zavala—. Hagámosla debutar de una vez. Cuatro contra cuatro. El que pierde se porta con la gaseosa de litro.
Jugamos toda la tarde hasta que Tony ensayó una chalaca que traspasó la malla que separaba el césped de las chacras y el balón cayó entre los maizales.
—¡Ya me cagué! —exclamé preocupado, imaginando la reprimenda de mi padre.
—No te hagas paltas —me tranquilizó Tony—. Hacemos entrar el agua de la acequia para que flote y la jale hacia fuera.
—¿Tú crees?
—Si quieres buscarla con linterna, va a ser por las puras huevas —me respondió Martín—. Nunca encontramos la pelota de Julián, ¿no te acuerdas?
Cayó la noche y la acequia ya había inundado toda la chacra. Huelga decir que mi pelota seguía desaparecida.
—Ya son las siete —les dije a todos—. Ahorita se aparece mi viejo.
El silencio de mis amigos era como su cómplice en algo que ya consideraban una tarea infructuosa.
—¿Dónde la compró? —preguntó Martín.
—Donde un tal Melquiades… por el puente Bolognesi, creo.
—¡Ah! —exclamó Tony—. Sí conozco el lugar… Podríamos hacer una chanchita y comprar otra la próxima semana, ¿qué te parece?
—Mi viejo no es cojudo —repuse—. Apenas llegue a mi jato me va a pedir la pelota.
—¡Entonces, caballeros! —sentenció Tony—. A lo hecho, pecho. Dile la verdad nomás.
—Pero tú fuiste el que la tiró —le increpé—. Me la tienes que pagar, Tony.
—¡No seas marica! —exclamó iracundo—. Todos jugamos: todos pagamos pato.
—Pero mi viejo me va a sacar la mierda.
—No seas cagón, los correazos no matan: el fútbol es para hombres —sentenció Tony—. ¿Sí o no?
Todos asintieron en silencio. Esa aquiescencia colectiva, la autoridad que tenía Tony sobre el grupo, era lo que más me irritaba. Todos estaban de acuerdo con él porque sabían que era el que tiraba más mecha. Cualquiera que lo contradecía se ganaba un buen golpe. «Si mi papá me va a rajar, yo también tengo que pegarle a alguien», pensé para mis adentros y me acerqué intempestivamente a Tony y le propiné un puñetazo en el pómulo izquierdo.
Después, sólo recuerdo una lluvia de golpes. Caí al suelo y me cubrí el rostro.
—¡Para que nunca te olvides de tu pelotita! —fue lo que, angustiado y con los ojos cerrados, oí perfectamente antes de las dos últimas patadas en el estómago.
Todos se fueron con él.
Papá nunca vino por mí, tampoco mi madre. Al llegar a casa, la empleada me dijo que mi padre se había puesto mal y una ambulancia se lo había llevado al hospital.
—¿Por qué tiene sangre en la cara, niño? —me preguntó Martina.
No respondí nada y me puse a llorar.
A mi padre le había dado su primer infarto cuando sólo tenía 41 años. El proceso de recuperación fue lento, pero exitoso. A los tres meses volvió a trabajar y el médico le recomendó empezar a hacer ejercicio moderado:
—Camine por lo menos una hora diaria y haga algo de deporte.
Él me propuso ir al parque a caminar y a patear un poco la pelota. Hice acopio de valor y le conté toda la verdad.
No me pegó, ni me impuso el menor castigo; sólo me mandó a mi habitación.
A los pocos días se apareció con la grata novedad:
—Toma —dijo—. Es de cuero de chancho.
Ésa es la imagen más perdurable que guardo del viejo: entrando a mi habitación y dándome un balón de fútbol. No hay otro recuerdo que supere a éste. Es una escena banal, que nada tiene de peculiar.
Años después, peleamos mucho y un día me fui de casa para cumplir mi viejo sueño de llegar a ser futbolista. Jamás lo pude alcanzar y tampoco volví a verlo, pues temía su previsible amonestación: «¿Ya ves? Yo te lo dije siempre. Haz algo productivo con tu vida, el fútbol es para los talentosos o para los buenos borrachos.»
El tiempo ha pasado y quizá las canas nos ayudan a entender mejor a aquellos que nos quieren. Yo sé que el fútbol nos separó, pero siempre nos une el día de su cumpleaños, cuando acudo al cementerio de La Apacheta y se la dejo, invicta y brillosa, junto a un par de rosas:
—Toma —le digo, invadido por añoranzas infantiles—. Es de cuero de chancho —y me persigno, consciente de que, cuando me vaya, alguien se la robará.
Más tarde me voy a tomar unas cervezas. Y el primer vaso lo echo al suelo, como señal de respeto a su memoria.